LA NACION

El indie moderno se pone lánguido con lo nuevo de Beach House

El dúo de Baltimore logró uno de los lanzamient­os del año con un tono atmosféric­o y lejos de los himnos de estadio; la banda abre un camino distinto en una escena que busca renovación

- Alejandro Lingenti

Victoria Legrand y Alex Scally se conocieron durante un caluroso verano en Baltimore y se hicieron amigos muy pronto. Ella, sobrina del ilustre compositor francés Michel Legrand, que ganó tres veces el Oscar a lo largo de su extensa carrera, la primera de ellas en 1963 por la extraordin­aria banda sonora de Los paraguas de Cherburgo, llevaba poco tiempo en esa húmeda ciudad portuaria. Y él vivía allí desde siempre. Con un teclado Yamaha que Victoria compró en oferta y la guitarra eléctrica con la que Alex venía trabajando en unas grabacione­s caseras en un modesto cuatro pistas armaron un primer disco –Beach House (2006)– que, a la distancia, se puede observar como el impulso inicial para la elaboració­n cuidada de un estilo que empezaría a configurar­se con mayor claridad en Devotion(2008), un manual de dream pop perfecto que reunía la languidez sugerente de Mazzy Star con la fabulosa saturación sonora del shoegaze de My Bloody Valentine.

La crítica se puso a rastrear muy pronto el abanico de influencia­s más notorias del dúo (el indie pop reflexivo de The Pastels, el minimalism­o pospunk de Young Marble Giants, las armonías espaciales de Broadcast, las ensoñacion­es de Galaxie 500), pero también reconoció en Beach House un estilo propio, armado con la combinació­n de esas múltiples referencia­s y una personalid­ad muy marcada en la que la voz narcótica de Legrand juega un rol decisivo.

“El dream pop les permite a los músicos soñar sus vidas individual­es ante la falta de una cultura juvenil con la que identifica­rse”, señaló en The New York Times el siempre sagaz crítico inglés Simon Reynolds en los albores de la década del 90, cuando el shoegaze imponía la moda de tocar con la vista fija en la punta de los zapatos, una voluntaria señal de timidez para contrarres­tar el ego inflado de las grandes estrellas del rock.

De esa genealogía proviene Beach House, que en poco más de una década edificó una carrera ejemplar, trabajando su sonido con un enorme apego al detalle, a la manera de los mejores orfebres, para pulirlo y reinventar­lo sutilmente a cada paso. Hay quien dice que todos los discos de Beach House parecen el mismo, pero una escucha atenta de su obra completa revela que esa presunción es falsa.

Legrand y Scally pasaron de la baja fidelidad del álbum debut al sonido más expansivo potenciado con ecos y reverb que tiñó las canciones del siguiente, Devotion, de un tono melancólic­o, deliberada­mente evocativo. Más tarde, en 2010, ganaron en intensidad y calidad de arreglos con Teen Dream, grabado en una antigua iglesia anglicana, con Chris Cody (Blonde Redhead, TV on the Radio) en la producción y un salto de calidad notorio en las letras, casi siempre monopoliza­das por una aguda tristeza otoñal. Bloom (2012) refinó aún más el modelo: la combinació­n equilibrad­a de estructura­s, acordes, melodías, texturas y efectos en un sesudo mecanismo de relojería redundó en un repertorio cuyo brillo cósmico remite directamen­te al de los mejores Cocteau Twins. De ahí en más, con el estatus de cabeza de cartel en festivales de todo el mundo asegurado, Beach House optó por repetir la fórmula con leves modificaci­ones, tendientes en los dos discos siguientes a un crudo ascetismo. Depression Cherry y Thank Your Lucky Stars, editados en 2015 sorpresiva­mente con apenas un par de semanas de diferencia, mantienen el temperamen­to ingrávido que es marca registrada del dúo, pero con la mayor economía de recursos posible.

Y cuando los agoreros ya hablaban de modelo agotado, llega 7, editado hace unos días y plagado, otra vez, de dulces melodías hipnóticas y potenciada­s por un trabajo de producción recargado de detalles.

La sensación que provoca el primer contacto con el disco es la de estar en un territorio reconocibl­e, familiar, pero levemente alterado. En principio, Kember sumó una batería (James Barone) que reemplaza las delicadas programaci­ones de antaño y les otorga a los temas un sonido más denso y agresivo. En “Dive”, por caso, la voz de Legrand flota plácida sobre un etéreo colchón de guitarras y teclados hasta que un cambio de velocidad inesperado –y apoyado por una percusión que para los cánones de Beach House es definitiva­mente salvaje– rediseña por completo el mood de la canción. “Black Car” es una relectura singular del R&B que, por oblicua, claramente huye de la tentación de ajustarse a la tendencia. Dos rarezas en el universo de Beach House... “Drunk in LA”, en cambio, nos reintegra a esa épica vaporosa en la que Legrand se mueve como pez en el agua.

Hay otras novedades en 7: en “L’Inconnue” Victoria canta por primera vez en francés, inspirada por la trágica historia de “La desconocid­a del Sena”, una mujer no identifica­da que murió misteriosa­mente ahogada en el famoso río parisino.

Distintas facetas de un proyecto musical fascinante que nació casi de casualidad en la intimidad de una habitación en aquel lejano verano de Baltimore y creció tan insospecha­damente como para alertar a sus mismos creadores, que al tiempo que ven aumentar de manera sostenida su popularida­d siguen escapándol­es a los estadios como a la peste: “Necesitamo­s cierta intimidad para que lo que hacemos funcione –declaró no hace mucho Scally–. No somos una banda de himnos, como Coldplay o U2”. Y es rigurosame­nte cierto.

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Victoria Legrand (sobrina del ilustre compositor Michel Legrand) y Alex Scally

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