Una limpieza para asegurar el legado y la credibilidad
El Papa sabía que con el escándalo por abusos sexuales chileno se jugaba su credibilidad y la de su legado. Y la renuncia en bloque de los 34 obispos chilenos convocados de urgencia para enfrentar el problema, un hecho sin precedente en la historia de la Iglesia, demuestra que está más determinado que nunca a contrarrestar desde su raíz la cuestión de los abusos sexuales, de poder y de conciencia no solo en Chile, sino en el resto de la Iglesia universal.
La dimisión en masa de los obispos chilenos, un golpe durísimo, en efecto, al margen de ser la mayor iniciativa inducida a tomar en esta vergonzosa cuestión por un Pontífice, también puede convertirse en un modelo para otros países.
Se trata de un salto cualitativo en la lucha para erradicar para siempre el horror de los abusos sexuales y de su encubrimiento en el clero, algo que ha manchado como nunca la credibilidad de la Iglesia.
En lo que se ha trasformado en una de las grandes crisis de este pontificado, en el escándalo chileno Francisco demostró humildad para reconocer sus errores y admitir haber sido “parte del problema” –como les dijo a las víctimas que invitó al Vaticano, cuando les pidió perdón–, pero también, gran determinación a dar vuelta la página, a corregir el rumbo y a dar un fuerte golpe de timón.
Y lo hizo sin eufemismos, sin pelos en la lengua, como puede verse en el texto de 10 carillas –obtenido por el canal 13 de Chile–, que el Papa les entregó el martes pasado, en su primer encuentro, a los 34 obispos, para que meditaran y rezaran. Allí, sobre la base del informe realizado por el arzobispo Scicluna, el Papa traza una radiografía impiadosa de lo sucedido en la Iglesia chilena, una debacle que va más allá del caso del obispo Juan Barros y de los crímenes de su mentor, Fernando Karadima.
Francisco denuncia, en efecto, la decadencia de la Iglesia chilena. Una Iglesia que de ser una institución creíble y respetada, “profética”, cercana a los pobres y necesitados, “que supo levantar la voz” durante la dictadura de Augusto Pinochet, luego “perdió la memoria de su origen y misión y se volvió ella misma el centro de atención”. En este punto el Papa omite decir que detrás de eso estuvo el hoy anciano cardenal Angelo Sodano, que fue nuncio en Chile durante el régimen de Pinochet y luego, como secretario de Estado de Juan Pablo II, siguió profundizando la línea conservadora del episcopado trasandino.
Implacable, no obstante, en la carta el Papa denuncia el elitismo, autorreferencialismo, clericalismo y autoritarismo de la jerarquía eclesiástica chilena. En base al informe Scicluna, destaca que hubo religiosos expulsados de su orden por inmoralidad de su conducta que, “tras minimizarse la absoluta gravedad de los hechos delictivos”, fueron recibidos en otras diócesis, donde hasta se les dieron cargos que implicaban el contacto con menores.
Señala que muchos casos fueron calificados “muy superficialmente como inverosímiles”, que fueron mal o poco investigados, “con el consiguiente escándalo para los denunciantes”. En medio de las “gravísimas negligencias”, constata “con perplejidad y vergüenza” que hubo presiones indebidas y hasta “la destrucción de documentos comprometedores, evidenciando así una absoluta falta de respeto por el procedimiento canónico y, más aún, las prácticas reprobables que deberán ser evitadas en el futuro”. Subraya asimismo que “en el caso de muchos abusadores se detectaron ya graves problemas en su etapa de formación en el seminario y en el noviciado”.
Francisco también destaca en este texto clave que no se solucionan las cosas “solamente abordando los casos concretos y reduciéndolos a remoción de personas”. “Esto, y lo digo claramente, hay que hacerlo, pero no es suficiente, hay que ir más allá. Sería irresponsable de nuestra parte no ahondar y buscar las raíces y las estructuras que permitieron que estos acontecimientos concretos se sucedieran y perpetuasen”.
“Las dolorosas situaciones acontecidas son indicadores de que algo en el cuerpo eclesial está mal. Debemos abordar los casos concretos y a su vez, con la misma intensidad, ir más hondo para descubrir las dinámicas que hicieron posible que tales actitudes y males pudieran ocurrir. Confesar el pecado es necesario, buscar remedios es urgente, conocer las raíces del mismo es sabiduría para el presente-futuro”, sentencia.
En esta carta clave, que evidentemente indujo a los obispos a una decisión tan drástica como decidir poner a disposición su renuncia en bloque, Francisco se involucra, se hace responsable, llama a los obispos “hermanos” y concluye con que solo se podrá solucionar los gravísimos problemas “si lo asumimos colegialmente, en comunión, en sinodalidad”. Una vuelta de tuerca gigantesca en una cuestión central, en las que Francisco se juega su credibilidad y la de su pontificado.