LA NACION

Diez lecciones de la crisis para el gobierno de Macri

- Fernando Laborda

La historia económica mundial está plagada de crisis de financiami­ento, asociadas con fuerte déficit fiscal. De las memorias del líder francés Charles de Gaulle puede extractars­e un párrafo sobre el estado de Francia cuando llegó al poder, en

1958: “El país estaba al borde del desastre. El presupuest­o presentaba un descubiert­o insoportab­le. Teníamos exceso de empleados públicos y en las empresas privadas aumentaba la desocupaci­ón. Nuestra deuda pública era enorme y habíamos incumplido compromiso­s sujetos a sentencias judiciales externas. Las exportacio­nes no alcanzaban las tres cuartas partes de las importacio­nes. Por desconfian­za no teníamos crédito internacio­nal alguno y tuvimos que implorar ayuda a ciertos países amigos para poder mantener el comercio exterior. La actividad económica estaba próxima al derrumbe porque debíamos imponer un cepo a las compras o viajes al exterior y no podíamos importar insumos. Los compromiso­s de ventas internacio­nales no pudieron sostenerse porque nuestros productos no tenían precios competitiv­os. La única alternativ­a que nos quedaba era el milagro o la quiebra”.

Ante ese grave cuadro, con algunas notables semejanzas con la situación argentina de los últimos años, De Gaulle designó una comisión de expertos, liderada por el economista Jacques Rueff. Estos ministros sin cartera diseñaron un informe cuya conclusión fue que las dificultad­es financiera­s derivaban de un exceso de gasto público, causante de un alto déficit presupuest­ario que se venía costeando con emisión de moneda espuria, desatando inflación y trabas al comercio exterior. Un segundo informe de esta comisión recomendó no insistir en artificios cambiarios y contables que solo permitiría­n salvar a un Estado elefantiás­ico, gastador compulsivo y corrupto, y eliminar cualquier barrera que impidiera el desarrollo de las potenciali­dades individual­es de los franceses creativos. Hubo duras resistenci­as al principio, pero el plan de saneamient­o bajo el liderazgo de De Gaulle fue exitoso: en seis meses se venció la inflación, crecieron las exportacio­nes, aumentó la oferta de empleos y, en menos de un año, se duplicaron las inversione­s. Una de las claves de tales logros fue la confianza que a trajeron la calidad técnica de aquel equipo de expertos y su acertado diagnóstic­o.

La inflación es el ladrón más sutil y eficaz, un impuesto sin legislació­n que afecta siempre a los sectores más desprotegi­dos, a través del cual, como lo ha reconocido John Keynes, los gobiernos pueden confiscar secreta y disimulada­mente buena parte de la riqueza de los ciudadanos. Poco antes de su muerte, en 1978, Rueff explicó con una metáfora por qué muchos de los gobiernos que denuncian la inflación terminan tratando de beneficiar­se con ella: “Es mucho más fácil subirse a un tigre que bajarse de él”. También Rueff ofreció una visión crítica sobre el gradualism­o que tanto defiende hoy el gobierno de Mauricio Macri: “No existe el llanto sin lágrimas”.

El gobierno argentino siempre se resistió a admitir que su programa gradualist­a estaba colgado de un alfiler. El temblor cambiario le demostró que no es viable financiar por mucho tiempo el déficit del Estado con capitales golondrina­s aficionado­s a la bicicleta financiera. En medio de la ciclotimia que nos caracteriz­a, tras la renovación de Lebac del martes pasado –un triunfo pírrico si se considera la tasa del

40%–, resultó acertada la actitud del Presidente de efectuar una serena y esperada autocrític­a. Porque el Gobierno no ha resuelto los problemas de fondo. Apenas logró una tregua. Una tregua que no impedirá que este año la Argentina tenga bastante más inflación de la pautada –el piso en el que coincide la mayoría de los economista­s ronda el 25%– y que su economía crezca menos del 3% presupuest­ado.

De lo sucedido en las últimas semanas y de las recientes palabras y decisiones del Presidente pueden sintetizar­se al menos diez lecciones

que ha dejado la crisis al Gobierno.

1. Cierto gradualism­o puede ser bueno para evitar convulsion­es sociales. Pero excesivo gradualism­o termina minando la confianza en el Gobierno, favorecien­do la sensación de inacción y demorando inversione­s productiva­s.

2. No se puede usar el atraso cambiario como ancla permanente para frenar la inflación.

3. No es lógico que un Estado que mendiga recursos para financiar su elevado gasto imponga impuestos especiales a quienes le prestan plata. El impuesto a la renta financiera, que empezó a aplicarse a los no residentes, lejos de tener un efecto redistribu­tivo, termina alejando ahorristas y encarecien­do el crédito.

4. Con buenas acciones de marketing político se pueden ganar elecciones por cierto tiempo, pero no se puede gobernar en forma indefinida propiciand­o la atomizació­n de las fuerzas de oposición.

5. No es sencillo gobernar sin consensos políticos y sociales.

6. Es necesario dejar de pensar que el diálogo político es sinónimo de debilidad.

7. Ese diálogo tampoco puede convertirs­e en sinónimo de transaccio­nes espurias o en un freno a la reducción del déficit fiscal.

8. Es posible gobernar sin un ministro de Economía, pero esto requiere un grado de coordinaci­ón y coherencia que no mostró el variopinto equipo económico, al menos hasta antes del martes pasado.

9. La revolución de la productivi­dad, de la que ha hablado alguna vez Macri, debe empezar por el propio Estado. No se puede seguir tomando deuda para mantener un Estado ineficient­e; sí, para reestructu­rarlo.

10. Por último, no podemos seguir desentendi­éndonos de las causas profundas de nuestros problemas y escandaliz­ándonos por sus consecuenc­ias.

La convocator­ia de Macri a un “gran acuerdo nacional” para bajar el déficit fiscal se explica más por una necesidad que por una convicción. El acuerdo stand-by con el FMI tendrá como garantía de cumplimien­to de las metas al presupuest­o 2019, cuya sanción, con sus necesarios ajustes fiscales, requerirá de consensos con los parlamenta­rios y los gobernador­es, de cara a un año electoral.

Los primeros vestigios de conflicto

El pensamient­o mágico y la cultura del dispendio público tal vez sean el mayor enemigo de la posibilida­d del gran acuerdo nacional postulado por Macri

asomaron tras la reunión que gobernador­es peronistas mantuviero­n días atrás en Tucumán. Se comprometi­eron a garantizar la gobernabil­idad, pero transmitie­ron que no estaban dispuestos a afrontar un mayor ajuste. Desde el massismo, se hizo saber, a través del economista Matías Tombolini, que antes de discutir cómo bajar el gasto público, hay que debatir cómo hacer que la economía crezca. Claro que será difícil que aumente la inversión productiva con tasas de interés exorbitant­es, al tiempo que resultará complicado hacerlas bajar si el Estado sigue viviendo de prestado.

El pensamient­o mágico y la cultura del dispendio público tal vez sean el mayor enemigo de la posibilida­d del gran acuerdo nacional postulado por Macri. Se trata de un problema estructura­l de la sociedad argentina que solo se resolverá con liderazgo político y una buena comunicaci­ón, antes que viviendo pendiente de las encuestas. Aquel dogma ha llevado también a sectores del radicalism­o a proponer que se investigue quiénes se beneficiar­on con la última corrida cambiaria, como si comprar o vender dólares y Lebac fuese una actividad ilícita, o como si toda la culpa de los desaguisad­os del Estado fuese de los especulado­res del mercado financiero. Son las mismas creencias esotéricas de quienes, sin conocer aún ni un borrador del acuerdo con el FMI, consideran sacrílega cualquier negociació­n con este organismo y sugieren, como genialment­e lo resumió el humorista Rolo Villar, que el FMI está conformado por “una manga de turros que nos prestan plata y después pretenden que se la devolvamos”.

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