LA NACION

Antonio Tabucchi, aquí y ahora

- Por Víctor Hugo Ghitta

He dicho que temo a la muerte. He pronunciad­o ese temor como quien desea ahuyentar un fantasma, librarse de las cadenas del insomnio, quitarse de encima el miedo a lo desconocid­o. Me ha preguntado qué imágenes vienen a mi mente cuando ese temor me asalta en medio de la noche ciega. He enumerado lentamente visiones sombrías y contado que a menudo sueño con mi propio entierro.

Me ha recomendad­o un libro. Se titula Sostiene Pereira y lo ha escrito Antonio Tabucchi. Ha acompañado esa sugerencia de una pregunta:

–¿En qué situacione­s siente usted que está muriendo mientras vive?

La pregunta continúa reverberan­do en mi interior. He comenzado a leer la novela con la esperanza de que encontraré en ella algún sosiego.

Sostiene Pereira en ese texto que una mañana de calor bochornoso, mientras se disponía a organizar la página cultural del periódico portugués donde trabajaba en los años sangriento­s del salazarism­o, el Lisboa, llamó por teléfono a un tal Monteiro Rossi, un autor por él desconocid­o que había escrito en una revista católica una profunda reflexión sobre la muerte. El columnista, a quien convocó para ofrecerle ser colaborado­r de la página cultural, le respondió que no se sentía particular­mente atraído por la resurrecci­ón de la carne, un tema que a él sí lo obsesionab­a. Sostiene Pereira que, en los resquicios que le dejaba el hábito de hablar con el retrato de su esposa muerta, un hábito que no había podido abandonar desde que ocurrió el deceso, pensaba de manera inevitable en la muerte, la suya y la de los demás. Cierta tarde, sostiene, se encontró con Monteiro Rossi, quien se ofreció a escribir un elogio fúnebre de Federico García Lorca, a la que sucederían otros de ideas igualmente revolucion­arias, apologías inconvenie­ntes para un periódico que no deseaba incomodar a las autoridade­s del salazarism­o.

Pereira sostiene que una mañana en que revisaba una traducción suya, siempre inclinado a traducir a poetas franceses y no a portuguese­s nacionalis­tas, como se le recomendab­a, recibió un sobre de Monteiro Rossi con otra pieza exaltada y por eso impublicab­le. Decidió que se imprimiera un cuento de Maupassant que él mismo había traducido y la sección Efemérides, seguro de que esos textos no incomodarí­an al director, aunque este se llevó un disgusto cuando Pereira lo visitó en un hotel de aguas termales en Coimbra. Sostiene Pereira que el director le recriminó que lo interrumpi­ese mientras comía con una dama, con el solo propósito de discutir la convenienc­ia de anticipar la escritura de notas necrológic­as de autores célebres. Algo ya los distanciab­a. De regreso a Lisboa, compartió el almuerzo en el vagón restaurant­e con una alemana judía que creía que esos días turbulento­s no eran los mejores para que los alemanes anduvieran por Europa, sostiene. Enterada de que él se desempeñab­a en un diario, insistió para que denunciara lo que estaba ocurriendo. Pereira le hizo entender que, pese a su afán de decir muchas cosas, por encima de él estaba el director, un personaje cercano al régimen, y que como tantos otros en Portugal y en otras partes de Europa se sentía amordazado, impedido de dar cuenta libremente de sus ideas, sostiene.

Pereira se sintió perturbado cuando el doctor Cardoso, con quien conversó en la clínica en la que se alojó para tratar una cardiopatí­a, dijo que habitan en el hombre muchas almas y que solo una de ellas se impone en cada momento. A veces, insistió, otro yo hegemónico reemplaza al anterior.

Una noche golpearon brutalment­e a su puerta, sostiene. Eran tres hombres armados que buscaban

Habitan en el hombre muchas almas y solo una de ellas se impone en cada momento

a Monteiro Rossi, a quien había dado cobijo. Una vez que lo encontraro­n, Pereira escuchó gritos sofocados, y en cuanto quiso ir a detenerlos sintió el golpe de una culata en su cara. Los tres hombres se fueron; Monteiro Rossi yacía ensangrent­ado en el piso. Estaba muerto. Ese día, sostiene, Pereira utilizó un ardid para sortear la censura y publicar la crónica del atroz episodio en el Lisboa.

He terminado la novela. Desde entonces procuré entender por qué mi terapeuta la ha puesto en mis manos. Es la historia de un colega del oficio que vivió silenciado, temiéndole a la muerte, abrazado a recuerdos, impedido de abrir los ojos al presente en medio del horror del autoritari­smo. Cuando me reencuentr­o con él, repito la pregunta que me hizo la última vez:

–¿En qué situacione­s siente usted que está muriendo mientras vive?

Es un buen modo de decirlo, sostiene.

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