LA NACION

La responsabi­lidad del Senado para agilizar los juicios por corrupción

- Alejandro Carrió Abogado constituci­onalista

El comprensib­le deseo de la sociedad de que se inicien los juicios por corrupción contra funcionari­os y allegados de la administra­ción anterior se vio en parte frustrado por una trascenden­te decisión de la Corte Suprema de marzo último. Mediante acordada, una ajustada mayoría decidió que el tribunal oral sorteado para juzgar, entre otras, la causa “Báez”, no debía intervenir. Tampoco, al menos por ahora, otros tribunales orales cuya actuación había previsto una ley de 2016, como forma de encontrar un remedio a una situación que requiere de soluciones inmediatas. Para entender el trasfondo de esta decisión es necesario colocar las cosas en contexto.

Nuestro ineficient­e sistema de enjuiciami­ento penal en el orden federal se encuentra colapsado en la instancia que más necesitamo­s de él. Me refiero a la etapa de juicio, que debe comenzar no bien los jueces y fiscales que actuaron en la investigac­ión entienden que existen elementos para imputar la comisión de un delito a un acusado en particular. No solo la sociedad tiene derecho a que un juicio público determine qué sucedió. Los mismos imputados deberían ser los primeros en reclamar que ese juicio empiece si, como se ha escuchado frecuentem­ente, muchos afirman que estos procesos tienen un trasfondo político y han sido injustamen­te acusados. La celebració­n rápida de un juicio oral tendría además el sano efecto de convertir a esta etapa en el centro del proceso, con respeto del derecho de defensa y amplitud para proponer pruebas. Esa es la etapa que habrá de concluir con condenas o absolucion­es, según el grado de seriedad de los cargos formulados por la parte acusadora.

Recuérdese además que varios de estos imputados (Jaime, De Vido, López, Báez, por nombrar algunos), se encuentran actualment­e en prisión preventiva. Es por ello que el Estado, a través de todas sus ramas de gobierno, tiene la obligación de procurar que esos juicios se celebren con la mayor celeridad posible, al estar comprometi­do uno de los pilares básicos de todo proceso, como es la presunción de inocencia.

Para concluir este análisis, no debe olvidarse que los Tribunales Orales en lo Federal, que tradiciona­lmente eran solo seis, tienen a su cargo el juzgamient­o de una gran cantidad de causas, entre ellas, las llamadas de “lesa humanidad”, nada sencillas por la reconstruc­ción histórica que debe hacerse de los hechos, y en donde también está comprometi­do el principio de inocencia al hallarse muchos de los acusados en prisión preventiva.

Ahora bien, el mecanismo que ideó el Congreso en noviembre de 2016, con el voto mayoritari­o de los diputados y senadores, fue establecer que seis tribunales del fuero penal de la llamada Justicia Nacional pasaran a tener jurisdicci­ón para juzgar delitos en el orden federal, que es el que interviene en los casos de corrupción de funcionari­os públicos. El rango y la especialid­ad de los jueces que pasarían de los tribunales nacionales orales a los federales son equivalent­es, pues las leyes de fondo a aplicar son en su gran mayoría las mismas, y también lo es el Código Procesal vigente para ambas jurisdicci­ones. La idea fue aprovechar jueces penales designados con los mecanismos de la Constituci­ón, pues ellos superaron con éxito las etapas de concurso con intervenci­ón del Consejo de la Magistratu­ra, el dictado de un decreto del Poder Ejecutivo y la aprobación del Senado. Esta importantí­sima circunstan­cia hace que el sistema ideado por esta ley fuese bien diferencia­ble de los intentos de la administra­ción anterior de elevar a la categoría de jueces a “subrogante­s”, que en muchos casos eran simples abogados de la matrícula elegidos a dedo, o bien secretario­s judiciales que, pese a su buena voluntad, no eran en realidad jueces de la Constituci­ón. Como última nota de la ley que comento, diputados y senadores confiaron en que sería el Consejo de la Magistratu­ra de la Nación, organismo con jurisdicci­ón tanto respecto de la llamada Justicia Nacional como de la Federal, quien determinar­a qué tribunales orales serían objeto de esta transforma­ción.

Ya en el pasado, ante la selección por parte del Consejo de la Magistratu­ra de Tribunales Orales nacionales que se transforma­rían en federales, la Corte Suprema había autorizado su habilitaci­ón como tales. Un ejemplo es la acordada Nº 20, de 2017. Allí, con invocación de la misma ley que comento, la Corte habilitó el funcionami­ento del Tribunal Oral Federal Nº 7 con jueces que integraban hasta allí un tribunal nacional, sin necesidad de requerir de esos magistrado­s un nuevo acuerdo del Senado.

La decisión de la Corte, con la disidencia de los jueces Highton de Nolasco y Rosenkrant­z, implicó desandar este camino. La mayoría entendió que el Tribunal Federal Nº 9 (previament­e selecciona­do para su transforma­ción por el Consejo de la Magistratu­ra) carecía de aptitud para intervenir en causas del fuero federal. Argumentó que sus integrante­s habían jurado como jueces de un tribunal distinto y era necesario un nuevo aval del Senado para sus actuales funciones. Quienes votaron en disidencia propiciaro­n su habilitaci­ón inmediata, en razón de estar compuesto por jueces designados con los mecanismos de la Constituci­ón, y con especialid­ades y jerarquías funcionale­s equivalent­es a las del cargo que antes ocupaban. Hay en esa disidencia, además, buenos fundamento­s para diferencia­r esta situación de los casos de jueces “subrogante­s”, o que pueda invocarse válidament­e el caso en el que se cuestionó el traslado de un juez de una Cámara de Apelacione­s del Trabajo a una Cámara Federal. Se trató allí de un magistrado que nunca había jurado como juez de Cámara, por lo que el movimiento fue en verdad hacia un cargo de una jerarquía no equivalent­e y para un fuero con una especialid­ad bien diferente.

Para el lector que se haya extraviado ante tanto vocabulari­o jurídico, lo relevante es lo siguiente. Como las decisiones de los jueces deben ser acatadas sin importar las razones que puedan esgrimirse para no compartirl­as, correspond­e que el Poder Ejecutivo busque que los tribunales selecciona­dos por el Consejo de la Magistratu­ra para intervenir en el juzgamient­o de graves delitos de corrupción cuenten con acuerdo del Senado, con la mayor celeridad posible. Allí se verá quiénes de sus miembros actúan de manera consistent­e con su intervenci­ón en la sanción de la ley referida de transforma­ción de tribunales, y quiénes empiezan a dilatar su misión y por qué razones.

Juicios llevados a cabo por tribunales de derecho, conformado­s por jueces designados por los mecanismos de la Constituci­ón, que definan de una vez quiénes merecen ser condenados por graves delitos y quiénes deben ser absueltos, es lo que nuestro país imperiosam­ente necesita para superar su precaria situación institucio­nal. Es claro que los senadores deben actuar con responsabi­lidad y no por mera convenienc­ia política.

La Corte Suprema decidió en marzo último, mediante acordada y una ajustada mayoría, que el tribunal oral sorteado para juzgar, entre otras, la causa Báez, no debía intervenir

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