LA NACION

La résistance. La cocina francesa lucha ante el auge de la gastronomí­a informal

Los máximos exponentes se despidiero­n de Buenos Aires, donde hamburgues­erías y cervecería­s lideran las preferenci­as; los que quedan tratan de adaptar sus propuestas y precios para competir

- Soledad Vallejos

El ventanal grande, las mesas pequeñas contra el vidrio, la calle empedrada. Hay aroma a sopa de cebolla y el mozo Ludovic avanza hacia una de las mesas con un chartreuse de faisán y mousseline de papa trufada. Fleur de Sel está sobre la calle La Pampa, en Belgrano, pero bien podría ser París. Se trata de una de las últimas pinceladas de la cocina francesa que quedan en Buenos Aires, donde en menos de seis meses se despidiero­n dos de los máximos exponentes de alta gama. Primero fue Le Sud, en diciembre pasado, con el cierre del Sofitel de la calle Arroyo, y el próximo 14 de julio es el turno de La Bourgogne, en el Alvear Palace. En los últimos años, la gastronomí­a porteña se encaprichó con las cervecería­s artesanale­s, las hamburgues­erías y los locales de comida étnica, y de a poco fue corriendo a empujones a la madre de todas las cocinas.

“Cuando fue el boom de la cocina molecular y la comida española ganó tanto terreno, algunos dijeron que la cocina francesa era algo terminado –dice el chef Jean Baptiste Pilou, que abrió Fleur de Sel junto con la cocinera Valentina Avecilla hace ya seis años–. En Buenos Aires hay una intención de valorar y poner a la luz la nueva cocina argentina; es una excelente noticia. Pero también está la necesidad de adaptarse a un modelo de gastronomí­a mucho más informal”, opina Pilou, que cada noche ofrece a los comensales una cocina auténtica de Francia, con platos de autor y un servicio esmerado. Quizá hoy sea su bistró el mejor símbolo de una nueva “résistance” culinaria.

Jérôme Mathe nació en Toulouse, pero hace ya más de 20 años que llegó a Sudamérica. Primero aterrizó en Punta del Este, contratado por Jean Paul Bondoux para hacer temporada en La Bourgogne esteña, y luego ancló en Buenos Aires, donde estuvo al mando de los fuegos del Alvear Palace por varios años. Siempre estuvo ligado a la alta gastronomí­a, pero hace dos años comprendió que si quería seguir en el negocio, algo tenía que cambiar. Y abrió Frenchie, un local en el microcentr­o porteño de comida típicament­e francesa, bien tradiciona­l pero con una propuesta sencilla, sin servicio de mesa y precios muy competitiv­os.

“La gente más joven, la nueva generación de comensales busca un concepto más informal. Asocian algunos rasgos de la alta gastronomí­a, como el servicio, a una vieja tradición. No lo valoran”, sentencia Mathe, que sin adaptar su propuesta al paladar argentino todos los mediodías tiene el local lleno de gente. Tartas como quiche Lorraine, clafoutis de salmón con ralladura de limón y jengibre, croque baguette, croque monsieur, croque madame y todas las croques de la lista forman parte de su recortado menú, con platos por $180 o en combo con una copa de vino por $200. “El francés al mediodía siempre come plato, postre y una copa de vino, que puede ser un blanco o un rosé. El porteño no tiene esta costumbre, pero muchos optan por comprar el postre y llevárselo para la tarde”, cuenta el chef, que también maneja la concesión del bistró en la Villa Ocampo, en Beccar.

El negocio de las boulangeri­es

Como la mayoría de los chefs franceses instalados aquí, Pascal Bernard, oriundo de Bordeaux, también formó parte de la troupe de La Bourgogne. Hoy, como presidente de la Asociación Gastronómi­ca Francesa en Argentina (Lucullus), considera que algunos modelos franceses no supieron adaptarse a las nuevas reglas, por eso fracasaron. “Me duele ver lo que sucede. Son las expectativ­as de los consumidor­es las que rigen el negocio y las del porteño están muy ligadas a las modas. Lo aprendí con los años. Ahora son las cervecería­s y las hamburgues­erías, pero también los locutorios, las canchas de paddle y los parripollo –recuerda–. En otras capitales del mundo la cocina francesa sigue tan firme como siempre, clásica y formal, pero se va renovando. Creo que dentro de unos años aquí resurgirá con nuevos exponentes. El interés del comensal no se ha perdido; el fin de semana pasado hicimos la feria Le Marché, en Plaza Francia, y estaba lleno de gente. Es una de las ferias más convocante­s, porque tiene mucha identidad y un producto coherente”.

A Mathe, como a sus colegas, le gustaría escuchar más noticias sobre nuevas aperturas de restaurant­es franceses. En cambio, como sugiere Ode Vergos, fundadora de Lucullus, existe un nuevo desarrollo del negocio ligado a las panaderías, o boulangeri­es. Con L’epi, los parisinos Bruno Gillot y Olivier Hanocq dieron el paso inicial hace trece años. Primero como proveedore­s de panes y viennoiser­ie a hoteles y restaurant­es; luego abrieron al público y, con sus técnicas de fermentaci­ón natural y pan a base de masa madre cocinado en un horno a leña, conquistar­on los paladares porteños. “En nuestros locales solo vendemos productos de panadería, pero hay otras opciones donde también ofrecen desayunos y almuerzos livianos. Y de calidad”, asegura Hanocq. Son Cocu Boulangeri­e, en Palermo, Je suis Raclette o Merci, del también parisino Jean Lauriot, en el mercado de San Telmo.

El que supo entender los mandatos de la moda fue Paris Burger, en el microcentr­o porteño, que se sumó a la tendencia de las hamburgues­erías, pero con un toque francés, que distingue a los discos de carne con salas bien tradiciona­les y distintas variedades de quesos. Mientras tanto, en Fleur de Sel se cocina la résistance. “Acá estamos. La cocina francesa está en todas las cocinas del mundo”, sentencia Pilou.

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Ignacio sánchez Fleur de Sel, con reminiscen­cias de París en Buenos Aires

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