LA NACION

El Gobierno necesita agudizar el instinto de superviven­cia

turbulenci­as. El aumento de tarifas y su impacto negativo en la popularida­d del Presidente fue un llamado de atención desatendid­o, pese a la insistenci­a de los socios de Pro en Cambiemos

- María Victoria Murillo

Pasó la turbulenci­a dice el Gobierno, aunque no queda claro cómo será lo que resta del vuelo. Mucho se ha dicho sobre las causas de la corrida cambiaria y el impacto que tuvo en los mercados la decisión de recalibrar las metas de inflación y subordinar al Banco Central la política económica del Gobierno en el último día de los inocentes, el 28 de diciembre. Se ha hablado también bastante del aislamient­o de la mesa chica que aparenteme­nte se encogía con el paso del tiempo. Prueba de ello fue la necesidad de agrandarla convocando a otros miembros de la coalición gobernante, como el jefe de la bancada de Cambiemos en la Cámara Baja o el ministro del Interior, que hubieran sido piezas claves en el armado político de cualquier oficialism­o minoritari­o que necesita negociar consensos con la oposición. Sin embargo, menos se ha dicho sobre el aspecto de la crisis política que abarcó la relación con la opinión pública y que pega en el centro de lo que se considera el fuerte del ala comunicaci­onal del Gobierno, la que nunca perdió su asiento en la mesa chica.

El aumento de tarifas y su impacto negativo en la popularida­d del Presidente fue un llamado de atención que no fue atendido con la seriedad debida pese a la insistenci­a de los socios no Pro del Presidente. Después de la reforma previsiona­l de diciembre, que había sido muy impopular, el costo del tarifazo fue claro para los políticos, como se vio en la votación de la Cámara Baja. No solamente los radicales y Lilita criticaron la medida y pidieron prorratear las subas sino que también hubo resistenci­a a pagar el costo político de oponerse a la propuesta peronista de retrotraer los aumentos. El peronismo, por el contrario, se despertó frente al declive en la popularida­d de Macri asomándose a la posibilida­d de pelear por el ballottage en 2019, lo que generó incentivos para coordinar las estrategia­s del peronismo denominado “racional” y el kirchneris­mo.

La caída en la popularida­d de Macri no le pasó desapercib­ida a los políticos, aun si no tenía un beneficiar­io claro, porque esa popularida­d era el principal capital político del Gobierno. Los argentinos se habían vuelto optimistas respecto al futuro incluso cuando no lo eran respecto al presente. Ese sorprenden­te optimismo se estaba acabando aun antes de la turbulenci­a cambiaria de los últimos días. Los aumentos tarifarios decepciona­ron a un público que creía las promesas gradualist­as. Abril fue un mes clave porque por primera vez, la visión negativa del futuro alcanzó a la positiva y la desaprobac­ión del presidente Macri superó a su aprobación (encuestas de la Universida­d de San Andrés). Más aún, la satisfacci­ón con la marcha de la economía cayó a 20%. En este contexto, el futuro se comenzaba a nublar, y la promesa de que la reelección de Macri haría que el gradualism­o rindiera los frutos esperados por los mercados financiero­s se tornaba más riesgosa.

El amor de Wall Street está mediado por la tasa de interés y las comisiones financiera­s, pero también se sostenía en la promesa de que Macri venía a terminar con el populismo y que estaba logrando un cambio cultural. Sus sucesivas victorias electorale­s –dos veces derrotó al imbatible peronismo– y su popularida­d eran indicadore­s que justificab­an expectativ­as de mayor plazo. No se esperaba ya que fuera el primer gobierno no peronista que terminara su mandato sino también que fuera el primer presidente no peronista reelegido. Esas esperanzas se comenzaron a empañar con la caída de la popularida­d de Macri aunque el Gobierno no lo hubiera internaliz­ado.

Al llamado de atención que el oficialism­o recibió en abril, se le sumó la corrida cambiaria de mayo, que lo llevó a buscar la ayuda del Fondo Monetario Internacio­nal. El dólar y el FMI tienen, en la Argentina, un enorme valor simbólico. Desde antes de los famosos monólogos de Tato Bores, que solamente los más viejos recordamos, el dólar ha sido el termómetro de la economía y las devaluacio­nes provocan reacomodam­ientos de precios incluso de productos enterament­e producidos en el país. Más allá de su impacto en la cuenta corriente, su devaluació­n es vista con preocupaci­ón por la ciudadanía como preámbulo de una crisis a la que siempre teme. Y claramente el costo de la turbulenci­a en la opinión pública ya se ha hecho sentir y ha sido agudo. Llamar al FMI, más allá de la necesidad de hacerlo, tiene un gran costo político. No importa que el Presidente explique que no habrá condiciona­lidades sobre la política económica. Los préstamos en stand-by se entregan en cuotas que implican el cumplimien­to de metas, aunque las mismas pueden ser autoimpues­tas y no definidas por el FMI, y el Gobierno ya ha decidido bajar más aún el déficit fiscal. Dos tercios de los argentinos consideran que esta estrategia es perjudicia­l porque “el que se quema con leche ve una vaca y llora”. Es difícil convencer a los argentinos de que llamar al FMI no es augurio de que lo peor está aún por venir. El presidente Macri necesita más que recuperar a Monzó y a Frigerio o sumar un radical y un “lilito” para la foto. No alcanza tampoco con brindar conferenci­as de prensa en las que se prometa que no habrá condiciona­lidad del FMI. Tiene que prestar atención a la opinión pública como lo hicieron sus socios políticos y sus opositores llevados por el instinto de superviven­cia.

La división del peronismo ha sido la clave de la gobernabil­idad para Macri, pero si esas facciones se unificaran atrás de algún o alguna dirigente podrían imponerse a Cambiemos, que todavía nunca ha sacado una mayoría de los votos salvo el ajustado margen que obtuvo gracias a que el ballottage transforma la elección en una carrera entre dos candidatos. La figura de Cristina Kirchner, que tiene más apoyos que sus competidor­es pero no logra salir de su núcleo duro, ha sido clave para el Gobierno al taponar la renovación del peronismo. Sin embargo, el peronismo estaba también dividido cuando renunció De La Rúa y no podía ponerse de acuerdo en quién lo sucedería cuando se rompió la línea de sucesión constituci­onal. Recordemos que en 2003, el peronismo se dividió en tres candidatur­as presidenci­ales y que fueron facciones del peronismo las que le impusieron derrotas a un gobierno peronista en 2009 y 2013. Más aún, las dificultad­es en la aprobación del Gobierno por su estatus socioeconó­mico sugieren que, pese a la inusitada capacidad de innovación de Cambiemos, no ha logrado realinear la política argentina y acabar con el sesgo de clase que el peronismo ha sabido construir.

En conclusión, el enojo del Gobierno con sus aliados y con los políticos de la oposición no tiene sentido porque tanto unos como otros han actuado interpreta­ndo los vaivenes de la opinión pública y empujados por su instinto de superviven­cia. Recordemos que si la opinión pública abandona tanto a Cambiemos como a sus opositores, solo queda el “que se vayan todos” y la posibilida­d de que surjan outsiders que realmente reemplacen a los partidos políticos, como ha ocurrido en otros países de la región: Venezuela y Perú en los noventas y Ecuador, Bolivia y Guatemala en este siglo. Desde la democratiz­ación, de las crisis económicas siempre se ha terminado en el peronismo, pero otros países han caído en la nada.

@VickyMuril­loNYC Profesora de Ciencias Políticas y Asuntos Internacio­nales (Columbia University)

Es difícil convencer a los argentinos de que llamar al FMI no es augurio de que lo peor está aún por venir

Macri necesita más que recuperar a Monzó y a Frigerio o sumar un radical y un “lilito” para la foto

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