LA NACION

Desconcier­to en la cúspide del poder

- Jorge Liotti

V—LA NACION—ista desde un dron, la escena que ofrecía esta semana la Casa Rosada era similar a la de los campos de batalla después de una intensa refriega. Gestos serios, heridas políticas, instrument­al destruido. La primera semana sin la presión indescifra­ble de la corrida cambiaria dejó espacio para que los protagonis­tas claves del oficialism­o se preguntara­n con más calma qué les pasó, cómo quedaron envueltos en la crisis más severa desde que asumieron y, fundamenta­lmente, cómo salir de ella.

La teoría de la “tormenta perfecta” que se dio por la confluenci­a de factores externos y domésticos no alcanza para disimular la sensación de profunda fragilidad que volvió a exhibir el sistema económico, y también el político. En todo caso explica cómo se disparó la crisis, pero no la situación estructura­l que permitió que la Argentina fuera el país que más sufrió el cambio de contexto global, junto con Turquía. Y eso a Mauricio Macri le dejó la preocupaci­ón inevitable de saber que puede volver a pasar. Uno de sus ministros que más tiempo pasa con él admitió que el Presidente “quedó golpeado” y que por eso, pese a no ser afecto a realizar cambios, esta vez movió las piezas. “Está claro que no quedó conforme con cómo se estaban haciendo las cosas. Por eso también es probable que haga más modificaci­ones”, completó.

En las reuniones que hubo esta semana en las distintas mesas de coordinaci­ón se habló de hacer una revisión de las causales de la crisis. Hubo autocrític­a, pero no autoflagel­ación. La mirada más benévola planteó que muchos sabían que iba a ocurrir un cimbronazo, pero no cuándo ni cómo. Eso explicaría por qué Luis Caputo cubrió en enero la mayor parte de las necesidade­s financiera­s y por qué el propio Macri venía exhibiendo en reserva su inquietud por los niveles de endeudamie­nto. “Estábamos conduciend­o con niebla, pero no sabíamos cuándo se nos podía venir el camión encima”, graficó un asesor externo del Gobierno. La otra perspectiv­a, más descarnada, admite que hubo total desprevenc­ión. “Estábamos manejando a manubrio suelto”, retrató uno de los integrante­s de la mesa política para remarcar que hubo un exceso de confianza en el manejo de la economía. Como se verá, las crisis son grandes inspirador­as de explicacio­nes metafórica­s.

Pero el problema mayor para el Gobierno no es que aún no logró elaborar un diagnóstic­o convincent­e de la patología, sino que, como consecuenc­ia, aún no pudo desarrolla­r un protocolo de tratamient­o. Por el contrario, lo que se vio en estos días fue un estado de aturdimien­to y confusión inédito para el macrismo. Emergió por primera vez un clima de desconfian­za en el modelo económico y en la capacidad de sus propias fuerzas para torcer el rumbo, la antítesis del “sí, se puede”. Por eso en la reunión del gabinete ampliado del jueves Macri insistió varias veces en la palabra “convicción”. Había sido preparado por el equipo que se encarga del discurso tras percibir la necesidad de arengar a una tropa desalentad­a.

En este contexto, se vieron medidas extrañas e inconexas. Por ejemplo, el repentino giro para reclamar a los empresario­s que no trasladen a los precios el efecto de la devaluació­n, casi un desafío a la física económica del país. En la Casa Rosada aún están sorprendid­os por la amenaza de María Eugenia Vidal de exponer los nombres de quienes aumenten los valores de los alimentos, algo que enfureció a Francisco Cabrera. Macri no está muy convencido de la estrategia, aunque comparte la indignació­n.

Algo similar ocurrió con el debate sobre el freno a la baja de las retencione­s al campo. Fue una de las medidas que analizó Nicolás Dujovne para bajar el déficit, con el auspicio del ala política del Gobierno, pero enfrentó la resistenci­a del ministro del área, Luis Etcheveher­e, y de las entidades agropecuar­ias. Al final quedó desactivad­a, pero anticipó las dificultad­es que tendrá el flamante coordinado­r económico para ajustar gastos. En la primera movida debió ceder. El tema alteró a Macri, quien se tentó con la posibilida­d de ahorrar, pero que se resiste a incumplir una promesa que lo expondría ante la mirada externa. Cavilacion­es de un momento difícil.

Tampoco el reordenami­ento del equipo ministeria­l convence a los protagonis­tas, más allá de que todos reconocen que el susto sirvió para limar diferencia­s y deponer soberbias. Ni las flamantes incorporac­iones a las mesas política y de coordinaci­ón piensan que se esté generando una nueva dinámica en la toma de decisiones, más allá de la evidente corrosión que sufrió Marcos Peña y su tridente. Menos aún visualizan a Dujovne como un auténtico capitán económico. Lo que se vio en estos primeros días es un nuevo diseño ministeria­l montado sobre el anterior, como piezas que no encastran del todo. Por ejemplo, en el Gobierno afirman que el plan de recortes que Dujovne acuerde con los nueve ministros que coordina deberá ser “elevado” a la Jefatura de Gabinete, para que lo evalúen Peña, Mario Quintana y Gustavo Lopetegui. Otra señal de confusión.

En el tembladera­l, el Gobierno se aferró a algunas pocas certezas. Una, el déficit fiscal es el objetivo más importante de esta nueva etapa. Es el fin del “gradualism­o gradualist­a”. Dos, nadie más hablará de metas de inflación, no solo porque fueron barridas por la realidad, sino porque es la variable que están dispuestos a resignar con tal de que la economía no se enfríe del todo. Tres, después de la firma del acuerdo con el FMI se hará una amplia convocator­ia a un pacto nacional de desarrollo, que aún no tiene formato, pero que aspira a ser un llamado que exceda el debate sobre el ajuste para hacerlo algo más seductor. Fuera de estos ítems, todo está en discusión, aunque habrá que articular rápido un plan macroeconó­mico consistent­e para presentarl­e al FMI.

Pero más allá de las urgencias del oficialism­o, la crisis dejó una consecuenc­ia más profunda. Este año era, en las previsione­s, el primero en un lustro que reunía las condicione­s ideales para desarrolla­r políticas estructura­les. Había

El problema es más grave que la pasajera desorganiz­ación de Cambiemos. La crisis evidencia la limitación del sistema político ante una Argentina cada vez más compleja

un presidente consolidad­o en su poder y un horizonte de doce meses sin campaña electoral. Era un año para gobernar y sentar bases. Era la primera vez que Cambiemos tenía la posibilida­d de lograr un posicionam­iento con valores propios y no con categorías relativas por comparació­n con el kirchneris­mo. Sin embargo, cuando aún no se llegó a la mitad de 2018, el año está perdido. El presupuest­o no sirve más y las condicione­s cambiaron drásticame­nte. El macrismo hizo un enorme aporte a la cultura política del país al transparen­tar las deficienci­as orgánicas de la economía argentina, históricam­ente tapadas por anabólicos como la emisión monetaria. Pero tiene el paciente a corazón abierto y parece no saber cómo operar.

Tampoco la oposición exhibe méritos para tomar el bisturí. El kirchneris­mo bate el parche contra el FMI sin elaborar una propuesta más sofisticad­a para volver al poder. Y el peronismo cartesiano no sabe cómo despegarse de los coletazos de la crisis sin parecer indolente. Su desconcier­to se evidenció esta semana en el Senado con el tema de las tarifas, donde se vio un divorcio extraño entre los gobernador­es del PJ y el bloque de Miguel Ángel Pichetto. Mientras Juan Manuel Urtubey le daba letra al Gobierno con una baja del IVA, Rodolfo Urtubey, su hermano, firmaba bajo protesta el dictamen de freno a las tarifas que Macri prometió vetar. Otra metáfora.

El problema es mucho más grave que la pasajera desorganiz­ación de Cambiemos. La crisis evidencia las limitacion­es del sistema político para resolver una Argentina cada vez más compleja.

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