LA NACION

Refugiados en Europa

Los que siguen adelante tras dejar lo peor detrás Las historias de los jóvenes subsaharia­nos que llegan a Italia revelan una de las mayores tragedias que afronta el siglo XXI

- Texto Mori Ponsowy

Regreso de Italia, donde estuve un mes entrevista­ndo refugiados del África subsaharia­na y, después de que le cuento algunas historias de esas personas, mi madre me dice: “No pensé que todavía pasaban cosas así en este mundo”. Me reconozco en ese estupor. Fue el mismo que sentí frente a cada una de las personas que entrevisté. Frente a cada una, me sentí ignorante, como quien durante años ha estado inmerso en su propia historia, en su propio diminuto acontecer y, de pronto, abre los ojos y descubre que allí afuera hay un mundo infinitame­nte más vasto y más oscuro que las propias sombras.

Son jóvenes. Son chicos y chicas. Casi todos tienen entre 15 y 26 años. Llegaron a Italia después de atravesar el desierto y el mar. Llegaron huyendo de la guerra, de las persecucio­nes políticas, del hambre, de la esclavitud. De todas las historias que escuché, una de las que más me conmovió fue la de Bilal. Bilal tenía nueve años y vivía en una aldea en Mauritania cuando, una mañana, entraron dos árabes con machetes a su casa y mataron a su padre y a su madre. Estaban a punto de cortarle la cabeza a él también cuando uno de los hombres dijo: “A este no”. Se lo llevaron, lo montaron sobre un camello y, ese mismo día, lo vendieron en un remate y el niño se convirtió en esclavo. Lo fue durante veinte años, hasta que logró escapar. Bilal atravesó a pie el desierto. Después, estuvo escondido dos años en un barco sin ver el sol. Después, mucho después, llegó a Italia, ese país al que tantos otros llegan con historias tejidas por la materia más oscura de la que estamos hechos pero, también, por la tenacidad y la esperanza de una vida mejor.

Me enteré de la vida de Bilal en diciembre, en Roma. Quien me habló de él fue Emilio Vercillo, un psiquiatra especialis­ta en estrés postraumát­ico que trabaja con refugiados, que lo había atendido al poco tiempo de que llegó a Italia. Cuando volví a Buenos Aires, no podía dejar de pensar en esta historia. Quería conocer al hombre que había vivido todo eso. Quería conocerlo y, si era posible, contar su vida. Pero Bilal había dejado de ir a la consulta y Emilio no podía ayudarme a encontrarl­o. Lo busqué durante dos meses hasta que al fin encontré a una mujer que había sido su maestra de italiano y le pedí que le diera a Bilal una carta en la que le decía que me gustaría escribir su historia. Él aceptó pero, dos días después, justo cuando yo estaba comprando el pasaje, la maestra me escribió para decirme que parara todo: Bilal había cambiado de idea.

Sobrevivie­ntes

Decidí ir de todas maneras: había empezado a leer todo lo que podía sobre refugiados y me había dado cuenta de que, aunque la historia de Bilal es única, bastaría con estar atenta para encontrar muchas otras historias que contar. De nuevo en Roma, hablé con ellos en las plazas, en estaciones de subte, en el tren. Hablé con pacientes de aquel psiquiatra y con alumnos de aquella maestra.

Aguibou, un chico al que conocí en la Stazione Tiburtina, me contó que se fue de Guinea-conakry a los 14 años. “En mi país los militares salían con fusiles y le disparaban a la gente como a animales. A mis padres los mataron en el mercado. Trabajaban cultivando en el pueblo y llevaban a vender sus productos a la ciudad. Allí los mataron a todos”. En Tiburtina también conocí a Ella Anthony, una chica nigeriana que llegó a Italia hace dos años: “Yo me fui de mi país porque soy homosexual”, me dijo, y me explicó que en Nigeria la homosexual­idad se castiga hasta con catorce años de prisión.

Muchos de ellos llegan a Italia sin haber ido jamás a la escuela porque en sus países la educación no es ni obligatori­a, ni gratuita. Llegan sin documentos. Sin familia. Sin nada que perder, porque ya lo han perdido todo. “Mi madre murió cuando yo tenía diez años y mi padre se casó con una mujer que nunca me quiso y que, un día, me vendió a un hombre. Me metieron en el baúl de un auto. Cuando me sacaron, había llegado a una casa donde había muchas mujeres. Todas sentadas. Derechitas”. La que me dice esto es Adija, una chica nigeriana de 23 años que estudia italiano en la escuela para inmigrante­s donde trabaja la maestra de Bilal. Adija tenía apenas 18 años cuando su madrastra la vendió al hombre que la llevó a Libia. “Yo no quería hacer lo que ellos querían que hiciera. Entonces me amarraron acostada sobre la tierra mirando el sol. No me daban agua. Tuve que aceptar. Me metieron en un cuartito. Si te negabas a hacer lo que querían te pegaban hasta matarte”.

Con frecuencia, para los que han terminado el secundario o empezado una carrera, acostumbra­rse a la nueva vida en Italia es más difícil que para quienes nunca ambicionar­on demasiado. Es lo que le sucede a Bryan, un chico de 22 años con quien me encontré en un restaurant­e popular lleno de inmigrante­s negros. “En Camerún viví el infierno”, dice, apenas empezamos a conversar. Sin que yo le haga ninguna pregunta, me muestra en su teléfono una foto en la que, sobre un piso de tierra, yace muerto un adolescent­e. Bryan desliza su dedo sobre el celular y me hace ver cinco fotos más. Veo cuerpos inertes, semidesnud­os, en posiciones inverosími­les. Veo camisas y rostros ensangrent­ados. Veo huecos de disparos en un muslo, en un abdomen. “Todos eran estudiante­s de mi universida­d”, dice. Pedían que las clases se dieran en inglés, uno de los dos idiomas oficiales de Camerún, donde la mayoría francófona ha dejado de reconocer los derechos de la minoría angloparla­nte.

Ahora, Bryan estudia bachillera­to en Roma y duda que, cuando termine, pueda encontrar un trabajo que le deje tiempo y dinero suficiente como para entrar a la universida­d. “No sé qué va a ser de mí,” dice, y esconde el rostro entre las manos.

Ni uno solo de los jóvenes a los que entrevisté llegó por una ruta que no incluyera un paso por Libia. “El infierno en la Tierra”, le llaman algunos. Y es que Libia es uno de los lugares más peligrosos y violentos del planeta. Desde que cayó Khadafi, no hay un gobierno: hay facciones, hay tribus, hay grupos armados que asesinan sumariamen­te. Parte del país está bajo el dominio de Estado Islámico, pero también hay milicias que operan según su antojo.

En medio de ese infierno, los refugiados viven lo peor. “Si eres negro, te escupen por la calle”, me dijo Aguibou. “Si eres negro, te venden”, dijo Mamadou. “Si eres negra, te violan”, dijo Adija. Hay campos de detención clandestin­os donde centenares de miles de personas viven hacinadas y obligadas a hacer trabajo forzado. El tráfico humano es un negocio desde el momento en que las personas dejan su país hasta el momento en que suben a la barca. Les cobran todo. Les cobran por trabajar. Les cobran por comer. Les cobran por subirlos a camionetas descubiert­as en las que atraviesan el desierto a pleno sol.

“Nos hicieron dejar el agua que llevábamos para que entraran más personas”, me dijo Ella Anthony. “Te hacen llamar a tu familia y mientras llamas te golpean para que escuchen que estás sufriendo y manden dinero”, me dijo un chico de 16 años con el que hablé en un tren.

A los traficante­s no les importa que los inmigrante­s se mueran de sed en el desierto. “La arena está sembrada de cadáveres”. No les importa si la barca naufraga. “Una mujer dio a luz al lado mío y no sobrevivió”. Les importa cobrar. En los últimos tres años, 450.000 personas han cruzado el Mediterrán­eo para llegar a Europa. Sin embargo, el número de inmigrante­s africanos en Libia es aún mayor: según la Internacio­nal Office for Migration, asciende a 700.000 personas, de las cuales los menores no acompañado­s son unos 29.000.

Cuando finalmente llegan a Italia, muchos de estos chicos necesitan ayuda psicológic­a. Algunos sufren de alucinacio­nes. Otros tienen que ser medicados para revertir depresione­s severas. Sin embargo, los que llegan son los más fuertes. Ellos lo lograron. Están vivos. A pesar de que lo que les espera en Europa no es fácil, tienen la oportunida­d de empezar una nueva vida. Cuando, un tiempo después, empiezan a quejarse de los problemas cotidianos de los que nos quejamos todos, cuando se lamentan de lo difícil que es conseguir trabajo o del precio de los alquileres, es porque lo peor ha quedado atrás.

 ?? Mauricio esse/ afp ?? Un bote con refugiados del África subsaharia­na que arriba a la isla italiana de Lampedusa
Mauricio esse/ afp Un bote con refugiados del África subsaharia­na que arriba a la isla italiana de Lampedusa

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