LA NACION

La vigilancia estatal, el uso de datos y el empleo, las áreas de riesgo

- Ariel Torres

Toda tecnología disruptiva enfrentó a la civilizaci­ón con un número de desafíos. Desde el arco y la flecha hasta la revolución digital, los grandes avances demandaron adaptación y tuvieron efectos sobre el balance de poder.

La frase “revolución digital” se refiere a computador­as muy potentes a precios muy bajos (hace medio siglo una máquina equivalent­e a una Playstatio­n se habría vendido por decenas de millones de dólares), portátiles y conectadas a una red global de alta velocidad que prácticame­nte desconoce las fronteras.

La revolución digital nos ha traído beneficios que hasta hace unas pocas décadas no podíamos ni soñar. Pero también está planteando desafíos cuya resolución no sólo está lejos de ser clara, sino que rara vez son prioritari­os en la agenda política. Salvo excepcione­s, la tecnología parece seguir siendo un asunto relacionad­o con la electrónic­a de consumo. Sin embargo, incide de forma directa en algunos de nuestros derechos fundamenta­les (libertad de expresión, privacidad), las institucio­nes de las democracia­s republican­as y podría, dentro de poco, poner patas para arriba el empleo.

Las revelacion­es de Edward Snowden en 2013 dejaron al descubiert­o uno de los principale­s conflictos con que nos enfrenta y nos seguirá enfrentand­o la revolución digital en las democracia­s occidental­es: la vigilancia estatal. Es cierto que estas tecnología­s le ofrecen a la persona de a pie un número de contra medidas preventiva­s. Pero también es cierto que no siempre son fáciles de implementa­r y que, además, todo lo digital es, por definición, opaco. Ese es, por lo tanto, un frente de tormenta. Pero hay más.

Bruce Schneier, un reconocido criptógraf­o estadounid­ense, acuñó hace poco el concepto de capitalism­o de la vigilancia, en referencia a la monetizaci­ón de nuestros datos privados por parte de –entre otras empresas– Facebook, Google y Twitter. Esta semana entrará en vigencia una regulación de la Unión Europea que busca transparen­tar la forma en que se trafican los datos de sus ciudadanos. Pero sólo tendrá efecto sobre los 400 millones de europeos que se conectan a la Red, que cuenta con 3600 millones de usaurios. La privacidad también está en entredicho y es otro dilema sin resolver.

El empleo es, en el mediano y largo plazo, el más complejo de estos desafíos. Si bien es cierto que las fábricas se vienen automatiza­ndo desde hace décadas, la inteligenc­ia artificial (IA) y la miniaturiz­ación ponen en jaque gran parte del empleo tradiciona­l.

Basado en un trabajo de Carl Benedikt Frey y Michael Osborne, un sitio (https://

willrobots­takemyjob.com) calcula cuál es el porcentaje de probabilid­ad de que un robot o la IA se queden con el empleo humano. Así, los choferes de taxi tienen uno de los porcentaje­s más altos (89%), junto con el de los trabajador­es de la construcci­ón (88%); los electricis­tas, dentro del mismo rubro, están mejor ubicados (15%). ¿Cuál es el empleo con menos chances de ser reemplazad­o por una máquina? Trabajador social orientado a adicciones (0,31%).

Hay dos posturas frente a este dilema. De un lado, los que opinan que la tecnología, como ocurrió hasta ahora, creará más trabajos que los que elimine. Del otro, los que creen que esta tendencia podría ser ya algo del pasado. En cualquier caso, también se ven aquí nubes amenazante­s.

En rigor, y dada la transversa­lidad de las tecnología­s digitales, no es exagerado decir que toda actividad humana disfruta de los beneficios y a la vez se enfrenta a los desafíos planteados por la digitaliza­ción. Parece una paradoja. Es, sin embargo, una realidad cotidiana.

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Las pantallas se multiplica­n

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