LA NACION

Macri y la épica del sacrificio

- Martín Rodríguez Yebra

Mauricio Macri detesta los discursos largos. Habla en público lo que considera necesario, como si le cobraran por palabra. Entiende que un político eficiente dice poco y tiene claro el objetivo del mensaje.

A un dirigente formateado así lo debe atormentar el peso de sus expresione­s fallidas: el eco de su voz, por ejemplo, anunciando ante el Congreso que en la Argentina “lo peor ya pasó”, dos meses antes de una crisis cambiaria que dinamitó el programa económico del Gobierno.

Golpeado en su imagen, obligado a un ajuste más dramático del que suponía y con una población escéptica y angustiada, el Presidente enfrenta el desafío de reinventar el relato del cambio. El suelo se mueve todavía y a Macri no le queda más remedio que pensar en la campaña presidenci­al que empezará a jugarse cuando pase el narcótico social del Mundial de Rusia.

“Vamos a hablar con la verdad sobre la mesa”, expresó cuando la corrida contra el peso se calmó. Un amago apenas de un personal “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” de Churchill. Aquí no hay una guerra. Ni siquiera se asumió a tiempo (por decisión personalís­ima de Macri) que había una crisis económica grave, y aceptarlo ahora puede sonar autoincrim­inatorio.

Entonces, ¿cómo convertir en épica el sacrificio? Ni “cada día estamos mejor” ni nos acercamos a la “pobreza cero”. No llueven inversione­s productiva­s. La inflación acaso no vuelva a caer antes de las elecciones. Las rebajas de impuestos se postergan para un momento mejor. El timming maldito de la crisis expone al Gobierno a disputar la presidenci­a con viento de frente. Los laboratori­os políticos de Cambiemos se desviven en estas horas por rescatar un discurso ilusionant­e en un mar de malas noticias.

A Macri le toca elegir entre opciones ingratas. Postergar el ajuste es inviable y menos desde que se decidió recurrir al Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) como prestamist­a: el riesgo es un estallido financiero, el peor de los mundos. Enfriar muchísimo la economía –incluso cuando pueda ser una consecuenc­ia no deseada del plan– se intentará evitar a toda costa. Las tasas al 40% garantizan menor crecimient­o, pero la Casa Rosada hará lo posible por reanimar la actividad en 2019. La otra variable en danza es la inflación: la devaluació­n y el miedo a una recesión en el momento más inoportuno empujan al Gobierno a no inmolarse en lucha por los precios.

Por más presiones que ejecuten sobre los empresario­s –incluido algún coqueteo con el “morenismo”–, cerca de Macri se resignan a que este año no podrá bajar el 24,8% de 2017 y que el próximo tampoco habrá grandes motivos para celebrar. Tampoco apretarán de más por las paritarias. Consideran prioritari­o que en 2019 crezca algo el poder adquisitiv­o del sueldo: tienen estudiado que ningún oficialism­o gana elecciones en un ciclo de deterioro del salario real.

Inflación en alza, menos gasto y crecimient­o flaco llevan a más pobreza. ¿Podrá Macri terminar su mandato de cuatro años con una mejora en el indicador por el que dijo que espera ser juzgado por la historia? Es otro pronóstico reservado que desvela a su círculo de confianza. “La prioridad del nuevo programa pasa por sostener las prestacion­es asistencia­les y que la actividad se mantenga para que no golpee al empleo”, insiste una fuente del entorno presidenci­al.

La alquimia buscada requiere adornar el ajuste con reaseguros sociales y la promesa de un proyecto de desarrollo de largo plazo. Cal y arena. Un inconvenie­nte añadido que recordó la disparada del dólar es la debilidad política objetiva del Gobierno. El éxito electoral de octubre pareció ocultar que Cambiemos es una coalición en minoría parlamenta­ria y no un partido hegemónico encolumnad­o detrás de un líder.

Reinventar­se puede no ser tan difícil. El problema mayor es que para hacerlo depende del peronismo, un equipo de jugadores dispersos que se encontró de repente en un purgatorio tentador cuando ya se resignaba a una temporada larga en el infierno de la vida sin el poder.

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