LA NACION

Una expresión de la intimidad

- Santiago Kovadloff Poeta y filósofo. En julio se publicará su nuevo libro, Locos de Dios. Huellas proféticas en el ideal de justicia (Emecé)

Sumiso en apariencia a la demanda que de su nombre se hace, se presume que el ensayo deja ver sus propiedade­s en la producción de semiólogos, teólogos, juristas, historiado­res, psicólogos y pedagogos, por no hablar de sociólogos, politólogo­s o economista­s y de habilitado­s como yo en filosofía. Casi todos ellos invocan la palabra ensayo para rotular lo que escriben. A tanto llegó, en consecuenc­ia, la indulgente amplitud del concepto que, a fuerza de abarcar mucho, terminó apretando poco. Poco de inconfundi­ble, poco de literariam­ente específico y poco, muy poco, de cuanto fuera tan suyo en el orden del tono, del tempo, del modo de enunciació­n.

Es un hecho que hoy el arte de la digresión en prosa constituye algo menos que una vía muerta de la literatura. Por cierto, hay algunos escritores a contrapelo de esa tendencia general. Ellos prueban rotundamen­te que el ensayo que reivindico sigue siendo una práctica que no por subestimad­a ha dejado de cumplirse.

Al igual que para ellos, la palabra ensayo connota tanto para mí, y tanto de bueno y de literariam­ente imprescind­ible, que la sola idea de abdicar de ella se me impone, fatalmente, como renuncia a su misma sustancia; esa que Bioy Casares señaló al decir que lo propio del ensayo es “un estilo despreocup­ado y llano, un tono de conversaci­ón”.

¿Qué significa esto, sino intimidad? Asimismo, “por no depender de formas, y porque se parece al fluir normal del pensamient­o, el ensayo es tal vez uno de los géneros perpetuos”, como recuerda Bioy.

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