Una expresión de la intimidad
Sumiso en apariencia a la demanda que de su nombre se hace, se presume que el ensayo deja ver sus propiedades en la producción de semiólogos, teólogos, juristas, historiadores, psicólogos y pedagogos, por no hablar de sociólogos, politólogos o economistas y de habilitados como yo en filosofía. Casi todos ellos invocan la palabra ensayo para rotular lo que escriben. A tanto llegó, en consecuencia, la indulgente amplitud del concepto que, a fuerza de abarcar mucho, terminó apretando poco. Poco de inconfundible, poco de literariamente específico y poco, muy poco, de cuanto fuera tan suyo en el orden del tono, del tempo, del modo de enunciación.
Es un hecho que hoy el arte de la digresión en prosa constituye algo menos que una vía muerta de la literatura. Por cierto, hay algunos escritores a contrapelo de esa tendencia general. Ellos prueban rotundamente que el ensayo que reivindico sigue siendo una práctica que no por subestimada ha dejado de cumplirse.
Al igual que para ellos, la palabra ensayo connota tanto para mí, y tanto de bueno y de literariamente imprescindible, que la sola idea de abdicar de ella se me impone, fatalmente, como renuncia a su misma sustancia; esa que Bioy Casares señaló al decir que lo propio del ensayo es “un estilo despreocupado y llano, un tono de conversación”.
¿Qué significa esto, sino intimidad? Asimismo, “por no depender de formas, y porque se parece al fluir normal del pensamiento, el ensayo es tal vez uno de los géneros perpetuos”, como recuerda Bioy.