Entre la filosofía y la historia
En el primer diccionario de la lengua inglesa, el de Samuel Johnson, publicado en 1755, su autor define con cierto desprecio que un ensayo es “un vago recorrido de la mente; una pieza irregular y confusa y no una composición normal y ordenada”. Todavía es difícil darle a esa palabra una definición precisa. Se puede caracterizar más fácilmente por lo que no es: ni un informe sistemático de algo, ni una obra de ficción, ni un relato histórico, ni tampoco un texto literario. Pero puede ser cualquiera de ellas, incluida la ficción, según cómo la presente el autor. ¿Es un ensayo El Príncipe de Maquiavelo? ¿Lo es el Ensayo sobre las libertades de Raymond
Aron, o el Facundo de Sarmiento o las Reflections on the Word “Image” de Furbank? ¿Y Contra las patrias de Fernando Savater y la Memoria de la pampa y los gauchos de Bioy? Las nombradas no son obras “irregulares y confusas”, pero juntándolas con las que sí pueden ser catalogadas bajo la definición de Johnson, se puede llegar a la conclusión de que casi toda obra escrita es un ensayo y de lo que hay que cuidarse es de las que son “un vago recorrido de la mente”.
En mi incursión en las historias de Buenos Aires, la quinta para mí y la primera para Martín Oliver, mi coautor en ella, intentamos recrear la ciudad en un lapso preciso. Estamos de nuevo en eso: Buenos Aires entre 1932 y 1938. ¿Será un ensayo? No será seguramente, como no lo es ninguno de los anteriores de nuestra autoría, una obra histórica clásica. Por lo tanto, para bien o para mal, quizá se lo podrá llamar “ensayo”.