Una conversación que no cesa
Pensar las chances y las imposibilidades de la vida en común: a eso se abocó el ensayo entre nosotros, también en América Latina, y lo sigue haciendo. Sin sobreactuar las distancias y la pulcritud, más bien envuelto en lo que aqueja. Género híbrido, sus límites son difusos. No teme a los recursos de la ficción y puede asemejarse a un panfleto. Ya que la política marca su pulso, se maneja con la urgencia, cosa que lo aproxima al periodismo; pero el ensayo apela a la historia o, más bien, se sabe inscripto en una larga conversación, poceada por malentendidos y lagunas.
Su situación hoy en la Argentina no puede sino recoger, más o menos atenuados, los sonidos de la fenomenal crisis que estalló en 2001 y de esa forma de lucha de clases sin manual que fue el kirchnerismo. Pero también carga con el desdibujamiento de lo que fue su figura señera, la del intelectual, y con las transformaciones en los regímenes de escritura. Las revistas fueron desde siempre el campo de formación de los ensayos. No hay más tal cosa.
La conmoción que afecta todos los géneros de escritura ha dado otra vida al ensayo, una en la que se infiltra donde no le correspondía. Además de los libros de Horacio González y Beatriz Sarlo, por ejemplo, la poesía de Alejandro Rubio y de Sergio Raimondi parece contener ensayos; un libro como el que Ezequiel Adamovsky le dedica a la clase media tiene mucho de ensayo. Lo mismo uno de crítica cultural como Restos épicos, de Mario Cámara. En todo lo que escribió Piglia hay ensayo. Otro tanto en las columnas de Martín Kohan y Damián Tabarovsky.