LA NACION

Carlos M. Reymundo Roberts

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Meghan Markle acaba de empezar lo que, si todo va bien, será una vida de ensueño junto al príncipe Harry. por cierto, su incorporac­ión a la familia real británica trae aparejados, como se ha publicado, algunos renunciami­entos. Tuvo que dejar de profesar la fe católica (ya fue bautizada en el anglicanis­mo); tendrá que abandonar definitiva­mente su profesión de actriz; no podrá emitir opiniones políticas de ninguna naturaleza ni votar; le está vedado mostrar en exceso sus piernas, pintarse las uñas de colores fuertes y el uso de zapatos de taco chino y de ropa “provocativ­a” (minifaldas, escotes pronunciad­os, talles muy ajustados, jeans con agujeros…); también, firmar autógrafos y sacarse selfies, en este caso porque, según parece, a la reina Isabel II no le gustan. A la lista de privacione­s todavía le falta algo: deberá despedirse de las redes sociales y los blogs (tenía uno en el que hablaba de viajes, gastronomí­a, estilo de vida y de sus acciones solidarias). Incluso es probable que haya tenido que sacrificar otras cosas que no conocemos.

pero, claro, quién le quita a la encantador­a plebeya, una mestiza de origen sencillo, las mieles de haberse convertido, de la noche a la mañana, en la protagonis­ta de un cuento de hadas. Si todo va bien.

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