LA NACION

Las mejores en el aula

- Santiago Legarre Profesor de Derecho (UBA y UCA) e investigad­or del Conicet

En los actos de graduación, suele distinguir­se con premios a los estudiante­s más destacados académicam­ente: al mejor promedio se le otorga la medalla de oro y al lote con mejores notas que viene a continuaci­ón, el “diploma de honor”.

Desde hace diez años, comencé a anotar en una libreta cuántos varones y cuántas mujeres recibían estas distincion­es. Y aunque lo hice como un mero pasatiempo, quedé apenas sorprendid­o con mi estadístic­a casera y sin pretension­es científica­s: entre dos tercios y tres cuartas partes de los honrados eran… mujeres.

Lejos de mi intención, de más no está aclarar, explicar este fenómeno. Más bien ofreceré algunas observacio­nes que acaso justificar­án mi anterior indicación de que el dato me sorprende apenas.

La superiorid­ad manifiesta de las mujeres en el rendimient­o que conduce a los aludidos premios va de la mano de su desempeño en las aulas —descollant­e, en líneas proporcion­ales, comparado con el de los varones—. Y este señalamien­to lo hago no solo respecto de la Argentina, pues he observado algo casi idéntico en los estudiante­s de Estados Unidos y de Kenia, países en los que desde hace años imparto cursos durante los recesos universita­rios en nuestro país.

Ya no es cierto, como sí tal vez lo era cuando yo me sentaba del otro lado del aula en la Facultad de Derecho, que las chicas sobresalga­n por ser, supuestame­nte, más aplicadas y memoriosas. Así me lo confirman colegas que enseñan, por ejemplo, en las carreras de Ingeniería, en las cuales también despunta frecuentem­ente la inteligenc­ia femenina por sobre la masculina y en las que, en buena medida, la memoria importa menos. De hecho –otro botón de muestra–, en 2017 los abanderado­s de doce sobre trece facultades de la Universida­d Nacional de Tucumán fueron mujeres: pareciera que la superiorid­ad femenina no está solo asociada a algunas carreras.

¿Qué tienen las mujeres que pueda dar cuenta de esta superiorid­ad? Más precisamen­te, ¿tienen algo ellas (de lo que ellos carecen) que las posicione por encima? ¿O más bien la explicació­n de la diferencia de rendimient­o pasa por otros factores coyuntural­es y externos a lo femenino? A favor de una respuesta afirmativa a esta última hipótesis militarían considerac­iones tales como el hecho de que la mayoría de los profesores universita­rios todavía son varones y acaso favorezcan a las mujeres por razones instintiva­s, algunas inadmisibl­es y, a veces, también inconscien­tes.

Se inclinaría asimismo en pareja dirección, externa a la mujer, la realidad de que los varones suelen pasar más horas con los videojuego­s que ellas. ¿Será que a raíz de estos juegos los varones tienen, en general, una tara diferencia­l respecto de las mujeres, que a veces tiene tonos adictivos y siempre atrae, distrae y desenfoca? Difícil saberlo a esta altura del partido, aunque estudios tempranos apuntarían en esa dirección.

Esta propensión lúdica con acento de género no explica, en todo caso, la realidad con la cual todo docente convive a diario: la tendencia a la superiorid­ad femenina en el aula. Más aún, ya no alcanza el lugar común tradiciona­l según el cual los varones maduran más tarde que las mujeres. Padres y maestros que quieran intentar emparejar una ecuación actualment­e desbalance­ada de un modo irónico en una sociedad aún machista tendrán que estar más atentos para encontrar respuestas sólidas a tantos interrogan­tes. Mientras, convivimos con algo nuevo, color femenino, que se presenta a la vez como un desafío, una oportunida­d y, tal vez, un catalizado­r de cambios sociales salutífero­s.

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