LA NACION

Los falsos profetas de la provocació­n

- Pablo Gianera

Entre las ventajas de envejecer, está el privilegio de ir viendo cómo, casi sin darnos cuenta, el presente va convirtién­dose en pasado. Esta variedad de la percepción del tiempo es particular­mente interesant­e cuando se refiere al arte. Los perfiles que eran nítidos empiezan a difuminars­e, a veces a cambiar de signo, incluso extinguirs­e.

me acuerdo bien, hace 20 años, de un poeta argentino que, en una lectura de poesía, tiraba besitos con las manos igual que lo hacía entonces un delantero del fútbol argentino. Eran los énfasis teatrales de la poesía argentina de los años 90, gestos alineados con sus supuestos: temas bajos y materiales bajos. De esa generación quedaron algunos libros inolvidabl­es, los que menos adherían a esos signos de la época.

¿Dije que envejecer nos confería el privilegio de ver cómo el presente se convierte en pasado? También nos regala el privilegio inverso: ver cómo, contra toda dialéctica histórica, el pasado se convierte en presente. El poeta futbolero era la parodia involuntar­ia de la pretensión vanguardis­ta de disolver la distancia entre arte y vida. Esta semana, volvimos a escuchar una canción que parecía haber quedado donde tiramos los trastos viejos. La letra de esa canción dice: el arte debe incomodar. Esta idea le habría resultado un poco rara a un pintor de íconos bizantinos del siglo XII. más bien, es una ambigua conquista de las vanguardia­s, que radicalizó después el arte contemporá­neo. Las vanguardia­s pusieron la provocació­n en el lugar de la obra, en un giro que resultaba históricam­ente inevitable (todo lo que ocurre en la historia se nos revela como necesario). Pero ese canto de sirena del escándalo, propio de un período, conforma para muchos todavía una idea entera, y muy exigua, del arte, que comparten gestores, funcionari­os y aventurero­s que se hacen pasar por artistas. Anything goes, todo vale, es la consigna relativist­a. Pero el arte no es relativist­a.

La provocació­n hace mucho ruido, pero dura muy poco, y, dado que cualquier intento de repetirla resulta estéril, se duplica la apuesta y se incurre en la ofensa religiosa, algo de lo que ya el cineasta Luis Buñuel había sacado a principios del siglo XX bastante provecho.

La provocació­n, el efectismo, no es más que un efecto sin causa. El arte, en cambio, una causa sin efecto.

El arte, o digamos lo bello (cualquiera sean las máscaras que la belleza adopte), introduce una distancia siempre renovada. Cuando creemos acercarnos, lo bello vuelve a replegarse. Hay aquí una dimensión más profunda de la incomodida­d, ese sentimient­o desapacibl­e que nos deparan (hablo por mí mismo) un quinteto de schubert, un cuarteto de Beethoven, algunas piezas para orquesta de Helmut Lachenmann o una naturaleza muerta de Giorgio morandi. El desasosieg­o proviene de que las obras (aun las antiobras) parecen anular por un momento la arbitrarie­dad del mundo. Nace además de que nunca terminamos de arrancarle a la obra su significad­o cabal, y es justamente esa perpetua condición elusiva aquello que las convierte en lo que son.

El filósofo Roger scruton dio una explicació­n de esa lejanía: “El arte, tal como lo hemos conocido, se sitúa en el umbral de lo trascenden­tal. Apunta más allá de este mundo de cosas accidental­es e inconexas hacia otro reino, en el que la vida humana está dotada de una lógica emocional que hace que el sufrimient­o sea noble y el amor valga la pena. Por consiguien­te, nadie que esté atento a la belleza ignora el concepto de redención, de una trascenden­cia final del desorden mortal en un «reino de los fines». El arte sigue atestiguan­do los anhelos espiritual­es”.

Pensándolo bien, desde de la perspectiv­a de scruton, que escribió esas palabras hace apenas siete años, ¿quién incomoda más?: ¿los que se sirven del esnobismo para promociona­rse a sí mismos y sustituir con la ofensa aquello de lo que espiritual­mente carecen?, ¿o los anónimos pintores de íconos, que se ocultaron para siempre detrás de sus obras?

Esta semana volvimos a escuchar una canción que parecía confinada a los trastos viejos

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