LA NACION

–Y más tarde, ¿qué se hace para no bajar los brazos?

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to antes, se vivió otro tipo de emociones. Iba un rato de partido, nada más. Guido Pella estaba haciendo un curso de atletismo: corría de una punta a la otra de la pista, movía los brazos de lado a lado, sobre todo el izquierdo, el hábil. Era un intruso en casa ajena: Rafael Nadal es el dueño de Roland Garros. Lo que estaba ocurriendo, eso de estar jugando en la Suzanne Lenglen, a pocos metros de la cancha central, era simplement­e una formalidad: el español es el encargado de toda la tierra del complejo. El unipersona­l iba 6-2 y 1-0, cuando el bahiense, zurdo como el español, pero que juega en otra categoría, lanzó una bola que tocó la red y se sostuvo una milésima de segundo en el aire.

Como en Match Point, la brillante película de Woody Allen, el suspenso duró un segundo en la realidad y un siglo en la imaginació­n. La pelota cayó... de este lado del camino. Nadal es tan grande que hasta a los astros tiene de su lado. Se subió al marcador rápidament­e: 2-0. Fue entonces cuando Pella se dio vuelta, miró al cielo y a la tribuna trasera y lanzó un genuino: “Tengo ganas de irme a la m...”. Lo repitió, con un preámbulo: “Te lo juro…, tengo ganas de irme a la m...”.

Guido lo recuerda muy bien. “Es... como cuando un equipo de mitad de tabla juega con Barcelona y el árbitro cobra penal. No necesita Barcelona tener esa suerte. Dame a mí ese penal, esa faja. Justo quedó ahí, me quería morir”, reconoce, horas después.

–La realidad es que no puedo decir “basta, me voy”, porque no funciona así la cosa. No encontré la forma, no podía jugarle a su derecha. Por algo ganó Roland Garros tantas veces. Si alguien tuviera la fórmula, él no habría ganado tanto. Intenté de todos lados. Pero ni drops podía tirarle. Ni siquiera el mejor Coria podría haber hecho algo así. Desde dentro se ve mucho más difícil que desde afuera. Es rápido, lee bien las jugadas.

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