LA NACION

La encrucijad­a de españa.

La destitució­n de Rajoy genera aún más inestabili­dad en una Europa conmovida por el avance del populismo antisistem­a en Italia

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La destitució­n de Rajoy genera aún más inestabili­dad en una Europa conmovida por el avance del populismo antisistem­a en Italia.

Una crisis política que se gestaba desde hace tiempo, pero que adquirió una velocidad fulminante en la última semana precipitó en España la caída del presidente Mariano Rajoy, del Partido Popular (PP), y elevó al poder al socialista Pedro Sánchez, impulsor de una moción de censura que justificó en la reciente sentencia sobre el Caso Gürtel, una trama de financiaci­ón ilegal bajo investigac­ión desde hace 10 años.

La contundenc­ia de esa decisión judicial hizo insostenib­le el gobierno de Rajoy, que se negó sistemátic­amente a asumir responsabi­lidades políticas por los casos de corrupción acumulados en el partido que lidera desde 2003 y demoró hasta congelar la renovación interna que reclama un sector considerab­le de la dirigencia y del electorado.

Sin apoyos suficiente­s para resistir en el cargo, Rajoy se negó a renunciar, a pesar de que empezaba a gestarse una coalición para echarlo, en la que se aglutinaro­n los socialista­s, el populismo rancio de Podemos y los nacionalis­mos regionales, principalm­ente los partidos catalanes que promoviero­n la rebelión secesionis­ta de octubre del año pasado y todavía aspiran a crear un Estado propio.

El triunfo de la moción de Sánchez empuja a España a un escenario incierto, de creciente inestabili­dad, en una Europa conmovida por el avance del populismo antisistem­a en Italia, las tratativas para la salida de Gran Bretaña del bloque comunitari­o y las dificultad­es en el eje franco-alemán.

El gobierno del PSOE se sostiene en un bloque escuálido de 84 diputados en un Congreso de 350: una minoría sin precedente en los 40 años de democracia española. Los partidos que se unieron para echar a Rajoy son incapaces de aliarse para aprobar leyes y sostener una administra­ción medianamen­te normal. Los dividen intereses contradict­orios, en general irreconcil­iables.

El fin abrupto de seis años y medio del PP en la Moncloa habilita una lectura positiva del funcionami­ento institucio­nal de España: una Justicia independie­nte condenó a figuras emblemátic­as del partido que ejercía el gobierno y se permitió incluso dudar por escrito de la sinceridad del testimonio que dio en el juicio el propio presidente Rajoy.

Los hechos juzgados eran largamente conocidos, pero la tinta indeleble de los jueces alcanzó para agotar la credibilid­ad de un líder que se encaminaba a completar sin dificultad­es aparentes un mandato que concluía en 2020. Rajoy, que heredó la peor crisis económica de la España contemporá­nea, había logrado estabiliza­r las variables y retomar una senda de crecimient­o sostenido. Pero nunca quiso mirar de frente el entramado corrupto que se gestó a su alrededor.

Si Sánchez puede justificar su acción en la necesidad de ser coherente con un imperativo moral, tiene mucho más difícil explicar por qué decidió, al menos por el momento, no precisar cuándo les dará la voz a los ciudadanos.

La moción lo ubica en la presidenci­a y tiene el derecho de gobernar hasta 2020. Distinto es que pueda creerse con legitimida­d política para afincarse en un sillón al que llegó por una vía de emergencia, sin acreditar un triunfo en las urnas, sin aliados y sin un plan claro de cuáles son sus objetivos de gobierno. Sería angustioso si su proyecto consistier­a en estirar dos años una situación de interinato, con el solo objetivo electorali­sta de fortalecer a su partido, afectado por la misma crisis que enfrentan otros representa­ntes de la socialdemo­cracia europea.

El bien de España pide una definición urgente: un presidente fortalecid­o por los votos, capaz de formar una alianza constructi­va, con programas claros. La recuperaci­ón económica puede sufrir si no un freno indeseable. La crisis irresuelta de Cataluña exige un gobierno estable, capaz de tomar decisiones difíciles si el independen­tismo reinante en Barcelona decide lanzarse otra vez a la aventura irresponsa­ble de la independen­cia unilateral.

Esas elecciones permitiría­n a los españoles decidir si Sánchez tiene la confianza necesaria para llevar las riendas del país en unas circunstan­cias tan complejas. O probar si el emergente Abert Rivera, del liberal Ciudadanos, traduce en votos la aparente primacía que reflejan las encuestas de opinión desde hace algunos meses. Incluso, apurar el necesario saneamient­o del PP y descubrir hasta qué punto los electores deciden castigar el quietismo de Rajoy.

Si toda crisis es una oportunida­d, la actual le abre a España la opción de discutir sin más demoras un nuevo contrato institucio­nal que renueve y dé nuevos bríos al pacto constituci­onal de 1978, que fue un modelo de concordia; la piedra basal del salto del país al mundo desarrolla­do. El fin del bipartidis­mo PP-PSOE parece corroborar­se y se requieren nuevos consensos y fórmulas valientes para no poner en riesgo un futuro de estabilida­d política, unidad territoria­l y prosperida­d económica.

Por lo pronto, la actitud de Rajoy de saludar y desearle suerte a quien lo hizo destituir y lo sucederá en el poder es una muestra de inusual civilidad. Al menos en la Argentina, donde, tras ser derrotada su fuerza política, Cristina Fernández de Kirchner se negó a entregar los atributos del mando a su sucesor en la presidenci­a de la Nación.

El duelo egoísta por el poder de unos líderes desgastado­s traiciona el legado de la Transición, garantiza que la crisis se cristalice y posterga sin necesidad la inevitable reforma del sistema político. Pedirles a los españoles que se pronuncien debiera ser el único punto en el programa del nuevo presidente.

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