LA NACION

Una salida inesperada que marca el inicio de la campaña electoral

- Martín Rodríguez Yebra

Lo que empezó ayer en España no es un nuevo gobierno, sino una campaña electoral. De longitud incierta. Sin favoritos. Una guerra de todos contra todos, con protagonis­tas cargados de rencores entre ellos.

El socialista Pedro Sánchez, presidente inesperado, tiene la ventaja aparente de controlar el reloj del llamado a elecciones y el encargo endiablado de administra­r un país convulso desde la más palmaria debilidad.

No lo escucharán quejarse. Batalló durante tres años para entrar a La Moncloa como inquilino, contra el pronóstico de los analistas, el deseo de sus propios partidario­s y el desprecio de sus rivales. Sostenido apenas por la audacia ciega de los que no tienen nada que perder.

Su día de gloria se sintetiza en el apretón de manos que le dio a Mariano Rajoy en las escalinata­s del hemiciclo. El labio apretado, en señal de pena, la mano floja, la mirada al suelo; una escena que hubiera inspirado a Shakespear­e páginas doradas.

Derrumbar a Rajoy se había convertido en el motor de su vida desde que fracasó en dos elecciones consecutiv­as (2015 y 2016) que precipitar­on el golpe interno que lo sacó de Ferraz 70, la sede del PSOE. “No es no” fue la frase que marcó su carrera, cuando en 2016 se negó a convalidar con la abstención del bloque socialista un segundo gobierno de Rajoy tras 11 meses de parálisis institucio­nal. Tardó otros seis en recuperar el control del partido, aupado por una militancia que castigó al aparato y valoró el gesto intransige­nte del outsider Sánchez con el Partido Popular (PP) y el hombre que lo condujo los últimos 15 años.

El nuevo presidente asume sin margen para la luna de miel, escuálido en apoyos, con toda la legitimida­d política por construir y con una oposición volcada –como él– al tacticismo electoral. Si el sistema político quedó agrietado por efectos de la gran crisis económica y la rebelión independen­tista catalana, ahora se encamina a una reconfigur­ación total hacia lo desconocid­o.

La presidenci­a de Sánchez nace como fruto del hartazgo con la corrupción del PP, el fango en el que Rajoy se había acostumbra­do a vivir con sorprenden­te comodidad. No hay otro hilo que ate al jefe socialista con los socios que le abrieron las puertas del poder. La velocidad fulminante de la crisis refleja la erosión tremenda aunque no siempre visible de un modelo de gobernar.

Sánchez, a sus 46 años, es un coleccioni­sta de marcas históricas. Jamás un dirigente había llegado a gobernar España después de perder las elecciones. Es el primero que, además, no tiene una banca de diputado, porque renunció después de su anterior intento fallido. Será el presidente con menos diputados que lo defiendan –84 sobre 350–. Ni siquiera puede decir que encabeza (o encabezó alguna vez) las encuestas de aprobación ciudadana.

Nadie lo vio venir. Su jugada de desafiar a Rajoy con una moción de censura después de la sentencia judicial por la trama Gürtel, la causa madre de la corrupción del PP, resultó magistral en términos de eficacia política. Lo que viene ahora es una cosa más seria.

El escuálido bloque del PSOE, que ayer lo aplaudió de pie, está poblado de los verdugos que lo decapitaro­n hace un año y medio. Las heridas son recientes aunque el poder ayude a disimularl­as. Como apoyo principal en la moción tuvo a Podemos, la izquierda radical que nació con la idea fija de suplantar al PSOE. Pablo Iglesias, un político que navega su propia crisis de identidad, se ofrece para entrar en el nuevo gobierno. Tiende una mano, pero Sánchez intuye lo que esconde en la otra. Los socialista­s históricos le ruegan que no se pegue a un populismo que fantaseó con traducir el chavismo para europeos.

Otro caudal fundamenta­l de votos surgió de los partidos independen­tistas catalanes. Aliados imposibles, que ya planifican una nueva revuelta para cuando en el último trimestre del año se celebre el juicio por rebelión contra los exdirigent­es presos por la intentona secesionis­ta de octubre. El aporte que finalmente inclinó la balanza surgió de los nacionalis­tas vascos, pragmático­s con una capacidad fabulosa para sacar provecho económico de los tiempos delicados.

Nadie se engaña. Empieza un paréntesis en la historia española. El nuevo gobierno es un ejercicio político de reconstruc­ción del PSOE, la llave que el destino puso en manos de Sánchez para salvar un partido menguante, condenado a encadenar derrotas como otras tantas encarnacio­nes

Nadie se engaña: empieza un paréntesis en la historia española

de la socialdemo­cracia europea.

La opción de un adelanto electoral, que Rajoy se negó a conceder, pudo haber sido el trampolín que catapultar­a a Ciudadanos, el joven partido liberal que encabeza el catalán Albert Rivera.

Ahora es Sánchez quien fija los tiempos electorale­s. Tiene un máximo dos años de mandato, en los que intentará gestionar una economía en etapa expansiva y construir la figura de estadista que solo veía él en el espejo. ¿Será suficiente para pinchar el globo de Ciudadanos? ¿Podrá resistir el mote de traidor a la patria que le pondrán Rajoy –sediento de venganza– y Rivera por haber pactado con los separatist­as catalanes? ¿Aguantará la presión de Podemos por intentar reformas radicales? ¿Qué margen de acción tendrá si Cataluña vuelve a estallar? ¿Le permitirán esta Europa enrarecida y los mercados dedicarse a la plácida construcci­ón de una candidatur­a?

Son preguntas que marcarán la era Sánchez cuando se acaben las sonrisas y los abrazos. Hizo bien en disfrutar su día dulce: puede que no haya muchos en el horizonte.

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