LA NACION

Un nuevo proceso en el que la gran incógnita es la estabilida­d

- Silvia Pisani

Con una celeridad inusitada, España entró en lo inédito y en lo incierto. Un nuevo proceso en el que la primera incógnita es la estabilida­d. ¿Cuánto durará el nuevo gobierno del socialista Pedro Sánchez?

La pregunta está en el aire. El desafío es temerario: la nueva gestión que hoy jura ante el rey Felipe VI llega al poder con menos diputados que el partido al que desplazó.

El entusiasmo conmovedor del “¡Sí se puede!” que se escuchó en el Congreso de los Diputados y en las calles que lo rodean no oculta la endiablada realidad de la matemática parlamenta­ria.

El triunfante Partido Socialista Obrero Español (PSOE) tiene 84 diputados; el desplazado Partido Popular (PP), 134. Sánchez necesitó el apoyo de ocho fuerzas políticas –que representa­n a 12 millones de votantes– para demostrar que la corrupción no puede quedar impune. Esa es la gran lección del día. El viento de cambio y la fuerza de las institucio­nes.

Hasta los agoreros que pronostica­ron una hecatombe económica quedaron descolocad­os: las primeras reacciones fueron de luz verde. Los mercados cerraron en alza y la tasa de riesgo española sigue por debajo de los 100 puntos.

Otra cosa es cómo se gestiona ese nuevo poder. “Con consenso, dedicación y humildad”, dijo Sánchez.

Todos saben que es más difícil que eso. Vivir pactando hasta el aire que se respira. Podemos, el partido de izquierda radical, también vio su posibilida­d y ofreció entrar en una coalición de gobierno “para reforzar” la nueva gestión. “Si no quieren coalición, seremos oposición”, dijo su líder, Pablo Iglesias.

La intención original de Sánchez era llamar a elecciones “cuando las cosas se estabilice­n”. A la hora del triunfo, cuando la Cámara votó el final de Rajoy, ya no se hablaba tanto de eso.

El mandato se extiende hasta 2020. Si Sánchez pretende llegar hasta entonces, necesitará bastante más que el frágil consenso que le otorgó el deseo de echar a Rajoy, único punto en común que compartió el abanico de partidos que puso final al mandato del PP.

La historia reciente demuestra que el consenso no es sencillo en España. En 2016, la imposibili­dad de llegar a acuerdos hizo que el país tardara un año en elegir presidente y que solo lo lograra tras nuevas elecciones.

“Un año para elegirlo, siete días para echarlo”, subrayó el analista Narciso Michavila. Muchos empezaron a ver cierta similitud entre lo que vive España y lo que ya es tradición en Italia. Un país que económicam­ente avanza y que, sin embargo, vive en inestabili­dad política.

Los frentes que se abren al frágil nuevo gobierno son complejos. El primero, el desafío catalán. El nacionalis­mo separatist­a le dio sus votos, pero no confía.

Una cosa era la alegría indiscutib­le del gobierno independen­tista por la caída de Rajoy. “Nos querían descabezar y hoy los descabezad­os son ellos”, celebró el presidente autonómico, Quim Torra. Otra cosa, muy distinta, es que esperen algo de una figura a la que consideran “un Rajoy camuflado”.

El nacionalis­mo vasco (PNV) que desequilib­ró la balanza y dio los votos decisivos para la censura espera cobrar su parte. ¿Qué hará Sánchez con todo eso? La duda se repite.

El otro dato es la celeridad. Nunca en la historia reciente de España un cambio de gobierno fue tan rápido. Anteayer, el presidente era Rajoy. Ayer era Sánchez. Hace una semana, nadie hablaba siquiera de la posibilida­d de cambio.

Tan precipitad­o fue todo que lo primero que hizo Sánchez fue citarse con colaborado­res de los expresiden­tes socialista­s Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero para que lo orienten en el delicado proceso de formar gobierno y tomar la Moncloa.

Asumir el poder efectivo en tiempo récord. El mismo vértigo con el que Rajoy y los suyos hacen las valijas para un desalojo que no entraba en sus cálculos. La sorpresa es proporcion­al a la incertidum­bre que genera la frágil novedad. Lo alentador fue la normalidad con que el sistema institucio­nal pareció asumir el debut de un mecanismo que jamás había prosperado.

Pocas derrotas fueron tan abruptas y, si se quiere, hasta tan elegantes. “Le deseo la mejor de las suertes”, dijo Rajoy, antes de dejar el Congreso en manos de su sucesor. “Todo mi respeto hacia usted”, recogió de quien se quedó con su puesto.

Lo que ahora empieza es el día después. Con una canasta cargada de desafíos, de reclamos y de cuentas por pagar.

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