El cisne negro del desencanto
Las crisis súbitas, que conmueven a la gente y ocupan las primeras planas, nos abruman con los hechos inmediatos, ocultando las tendencias profundas, disimuladas por lo imperioso del día. La fascinación del presente eclipsa el pasado y el futuro, impidiendo comprender el rumbo histórico, no solo de un país sino del mundo que lo enmarca. Cuando se desata la ruina, sobreviene el estupor. Primero en las elites, que poseen mayor información y responsabilidad; luego en la sociedad, que deberá sufrir las consecuencias. El célebre cisne negro de Taleb expresa esa limitación: lo impredecible era el final de una película que no quisimos ver, seducidos por la foto del instante. La caída repentina de Rajoy y la debacle argentina de los últimos días, para poner casos próximos, comparten la misma lógica: no se las pudo anticipar, aunque los datos que las desencadenaron estaban disponibles. Luego sobrevienen las explicaciones tardías, y una certeza angustiante: la fragilidad del futuro inmediato. ¿Cómo hará Sánchez para gobernar con tan pocos diputados? ¿Qué le espera a Macri, luego de que el apoyo a su gobierno se redujo a la mitad?
Más allá de la coyuntura, surgen en el caso argentino algunas preguntas perturbadoras, en la búsqueda de identificar tendencias: ¿es viable la economía del país? ¿Una sociedad con un tercio de pobres y altas expectativas de progreso, puede afrontar un ajuste de gastos que tal vez demandará años sin otra consigna que volverse racional, en una época en que es difícil convencer con la razón? ¿Es factible ese objetivo sin un acuerdo político de fondo, en una cultura poco dispuesta a conciliar? ¿Alguna vez con la democracia se comerá, se educará y se sanará? Podrían plantearse muchas cuestiones más, pero se concluirá con una, particularmente inquietante: ¿en medio de una severa disminución del bienestar, será capaz la elite política de preservar la democracia liberal, aun con sus defectos, cuando la tendencia mundial de las sociedades frustradas es abrazar el autoritarismo? Esta involución, que está estropeando el sistema de gobierno occidental, debería preocupar a los dirigentes argentinos acosados por la crisis.
Después de la corrida cambiaria, los primeros indicios no son prometedores en este terreno. No obstante, permanecen ocultos, desplazados por el recuento de fuerzas del Gobierno y la oposición para la presidencial de 2019. Predomina el interés por el conflicto ocasional entre las partes, no la preocupación por la marcha del sistema en su conjunto. El periodista Fernando González, saliéndose de la norma, lo planteó con claridad esta semana. Partiendo de la lucha desbocada por el poder que desató la corrida, advirtió: “El problema es que, entre la ambición de uno y el deseo de los otros, está la Argentina. La bandera de la irresponsabilidad flamea de nuevo sobre el país adolescente”. Traer a primer plano la responsabilidad de la clase política es una forma de recordar los requisitos de la legitimidad democrática, que se sustenta en el diálogo, la competencia racional y el liderazgo sensato. Se trata de facilitarles soluciones a los ciudadanos, no de ofrecerles el espectáculo lamentable de una riña callejera. No es mentando la locura de una y el machismo del otro como la sociedad amará a sus dirigentes.
Indicios de ese desamor empiezan a surgir en los sondeos: las imágenes de Macri y Cristina tienden a converger, ambos cosechan la opinión negativa de la mitad de la población. Uno de cada cuatro argentinos responde que no le gusta ningún político, casi el 60% piensa que el país está mal y que estará peor en el futuro, con independencia de quién lo gobierne; los líderes opositores reúnen poco menos de un tercio de adhesiones, mientras la confianza en el Gobierno se desploma. Un cálculo benevolente, hecho a mano alzada, indica que el electorado se partió en tres. Un tercio lo conserva el Gobierno, a otro aspira la oposición y el restante fue conquistado por el desencanto. Eso, antes de que empiece a administrarse la dura medicina del FMI, que la sociedad no probó aún.
Una visión que evite el pesimismo, debe contraponer a esos datos algunas virtudes: en la Argentina se mantiene alta la creencia en la democracia, una muerte en la esfera pública constituye un escándalo, se aprecian las libertades y los derechos constitucionales. Sin embargo, eso no debe ocultar el riesgo, no advertido, que podría generar la hecatombe económica: una nueva versión del “que se vayan todos”, cuyo resentimiento habilite una deriva autoritaria.
Hace dos décadas esa posibilidad no era tan evidente, hasta que las heridas de la globalización dañaron el liberalismo político. Desde entonces, la economía cerrada, el nacionalismo xenófobo, la mano dura con el delito y la represión de la oposición y los medios conforman un programa seductor para las sociedades desencantadas del planeta. Es el huevo de la serpiente que precipitó la injusticia. Debería evitarse que ese destino fuera el cisne negro de la democracia argentina al cabo del ajuste.