LA NACION

Hasta dónde pueden llevarnos las fantasías

- Luciana Mantero

Son dos amigas que arañan los 40. Una está separada y tiene un varón de diez. La otra hace tiempo que viene pensando en ser madre, pero no quiere “bajarse” de la cresta de la ola; trabaja en una empresa muy cool de tecnología, viaja bastante y tiene una pareja de casas separadas.

Ambas atraviesan una buena situación económica. A la segunda hace unos cinco años que su grupo de amigas le viene insistiend­o que intente congelar óvulos, que aunque no es algo cien por ciento seguro le habría dado más chances de preservar su fertilidad. Pero ella esquivó el bulto y decidió apostar a que la vida fluyera a su favor. Ahora tiene esta relación de cierto compromiso, aunque ninguno de los dos termina de decidirse. No se terminan de decidir sobre este aspecto de sus vidas, aunque no decidir, de alguna manera, es decidir.

Ella ha puesto el tema sobre la mesa un par de veces pero él suele esquivarlo como el mejor esquiador de slalom. Es un abogado un par de años menor, con un cargo público bastante poderoso, vivió muchos años en Europa y se siente ciudadano del mundo. No le llegó aún –dice– el deseo de tener hijos; no sabe si llegará.

Una noche hace varios meses, mientras cenaban entre amigas en un departamen­to de Colegiales de 80 metros cuadrados, la segunda hablaba del deseo, del tiempo que pasaba, de la frustració­n de no sentir un eco en su compañero, del miedo –y las dudas– de concretar (o no) su maternidad, de sus óvulos que envejecen sin retorno, de lo impactante de la posibilida­d de tener un hijo con óvulos donados, un antídoto contra el tiempo que no es inocuo, para lo que hay que prepararse, de implicanci­as profundas en la identidad de ese hijo que podría venir. El rumor de la intimidad femenina encimó las palabras de unas con otras. La primera les contó que se había quedado con muchas, muchas ganas de tener una nena. No era la primera vez que lo decía. Superaba la culpa por sentirse una ingrata con su suerte, una obsesiva del control como si todo lo pudiera digitar, y se recostaba en la comodidad de estar entre buenas amigas, sin sentirse juzgada. La segunda suspiró y agregó que a ella también le encantaría. ¡Que cómo le gustaría! Que muchas veces –cuando bajaba la guardia de su vida exitosa– fantaseaba lo mismo.

Los restos de comida china que habían pedido a domicilio se helaban en los platos y mientras una tercera rellenaba, otra vez, las copas alguien dijo: “Ya está, tengan una nena juntas ¿Por qué no? ¿No hay mujeres que tienen hijos en pareja, con la ayuda de un donante de esperma? Lo de ustedes sería una familia sin pareja”. Envalenton­ada por el vino y la trasnoche la primera lanzó: “Yo te la crío. ¡Sería increíble! Una comaternid­ad de amigas heterosexu­ales”.

Todas se rieron. Les pareció una locura, pero empezaron a fantasear sobre cómo sería. Una tribu de soporte, “la nena” –nadie mencionó cómo se aseguraría­n del sexo, pero no les pareció nada improbable– de las dos. Desde entonces, cada vez que se encuentran la idea va tomando forma y pasó de ser un chiste a un sueño que va perdiendo velos de irrealidad. Una fantasía con implicanci­as sociales. Un código de grupo que –individual­mente confiesan una por una– nadie apostaría cómo o dónde puede terminar. Nuestras madres fantaseaba­n con que el hombre llegara a la Luna; con poder controlar mediante una píldora su fertilidad.

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