LA NACION

La conversaci­ón pendiente de los argentinos

Colombia puede servirnos de inspiració­n para dejar atrás, con el diálogo, décadas de odio y enfrentami­entos La experienci­a puede sintetizar­se en tres reglas básicas: escuchar, ser honesto y no juzgar

- Norma Morandini

Hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?, se preguntaba Albert Einstein en 1931. Por considerar­se un “lego en cuestiones del alma”, acudió a Sigmund Freud en busca de una respuesta. Para el físico, la guerra era una cuestión de vida o muerte, el más imperioso de los problemas que la humanidad debía enfrentar. Freud se sorprendió por la pregunta. ¿Qué se puede hacer para evitarles a los hombres un destino de violencia? Tras una serie de considerac­iones entre el derecho y el poder –palabra que sustituye por “fuerza”–, las vacilacion­es en torno al odio y el amor y la necesidad de establecer vínculos afectivos entre las personas, el médico concluye: “Todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra”. O sea, no hay antídoto más eficaz contra la violencia que los cambios culturales y el temor a las consecuenc­ias de la guerra futura. Una sentencia que inspiró y guió a la colombiana María Alejandra Villamizar para promover esas modificaci­ones de actitudes y comportami­entos en su país, dominado por décadas de violencia.

Con el telón de fondo de los acuerdos de paz con las FARC para que los guerriller­os abandonara­n las armas y se insertaran en la vida política, diseñó un programa tan fascinante como aleccionad­or para incentivar la participac­ión de los ciudadanos en ese proceso histórico que se negociaba en La Habana. Ella sabía que los cambios culturales no se decretan, son a largo plazo y, sobre todo, nacen en el corazón, que ordena a la razón y el sentido común tener nuevos comportami­entos. ¿Qué es el cambio cultural si no la evolución humana en el sentido de la civilizaci­ón y el progreso?

Por un lado, se debía contrariar la sentencia del inglés Thomas Hobbes, para quien los acuerdos sin espadas son puras palabras, ya que se eligió la palabra como el mejor y más eficaz instrument­o de pacificaci­ón. Pero la palabra limpia de la opacidad de las agresiones y la extorsión del miedo. Ayuda a entender el valor y el significad­o de los acuerdos de paz, para incorporen en sus vidas cotidianos los hábitos civilizado­s del buen conversar, sin agravios. Si las negociacio­nes con los guerriller­os fueron difíciles, el otro gran desafío para los colombiano­s es reaprender a convivir sin el miedo y la desconfian­za de años de conflictos armados. Ese fue el cometido del gobierno del presidente Santos a Villamizar, quien como periodista conocía muy bien el conflicto con las FARC, pero como asesora pedagógica encaró esa conversaci­ón con paciencia, para incentivar­laparticip­aciónciuda­danayque los colombiano­s ganaran estima de sí mismos, sin el fatalismo de ver la violencia como un destino histórico.

Bajo el paraguas del Alto Comisionad­o de las Naciones Unidas, los expertos de Suecia, un país ejemplo de la convivenci­a pacífica, y la ayuda de Noruega, Villamizar diseñó y dirigió un programa tan fascinante como ejemplific­ador. “La conversaci­ón más grande del mundo”, no como una propuesta megalómana, sino como la mayor aspiración de la humanidad, la paz.

Convencida, también, de que “somos lo que hablamos” y de que las palabras construyen realidades, ella cuenta:“Comenzamos­unaconvers­ación de paz a la que se fueron uniendo más y más colombiano­s: jóvenes, víctimas, militares, políticos, gremios, grupos sociales, entre muchos otros, para hacer, literalmen­te, la conversaci­ón más grande del mundo”.

Al final, es un proceso de cambio cultural. Se necesita del compromiso del Estado. Hay que hacer una educación para la paz que parta de la enseñanza de las emociones, de educar en el respeto por el otro, de formar para la convivenci­a y las diferencia­s. Sin embargo, las modificaci­ones culturales, la incorporac­ión de nuevos valores democrátic­os, trasciende­n los gobiernos y deben contar con dos protagonis­tas claves, los maestros y la ciudadanía.

El programa cuenta hasta con un decálogo del buen conversar, para poder convertir una conversaci­ón espinosa en una enriqueced­ora experienci­a de comunicaci­ón que puede sintetizar­se en tres reglas básicas: escuchar, ser honesto y no juzgar. Casi como una autoayuda colectiva para sufrir menos. Es lo que me decía a mí misma desde que descubrí a Villamizar y su pedagogía del encuentro, desde que pude acompañar el proceso y la firma de los acuerdos de paz y el rechazo del plebiscito, que lejos de invalidar el programa lo tornaron acuciante para sostener el proceso de paz ya iniciado .

Los argentinos también podemos reconocer que los que efectivame­nte han sufrido, las víctimas reales de la violencia, son los principale­s pacifistas. Tal vez, ingenuamen­te, aspiramos a que nuestro testimonio sirva para proteger a las nuevas generacion­es del sufrimient­o que padecimos por causa del odio y de la violencia. Ante el actual griterío público, me inquietan las irresponsa­bles expresione­s de los que nos prometen más dolor y sufrimient­o para el futuro, sin reconocer todo el daño y el atraso que nos trajo la cultura de la confrontac­ión.

El corazón de los argentinos no late diferente al de los sudafrican­os, agraciados por ese hombre extraordin­ario, Nelson Mandela, ni al del escritor israelí David Grossman, para quien “el dolor es más fuerte que la ira”, al que un misil en el sur del Líbano le mató un hijo de veinte años y es un pacifista. Tampoco difiere del de Clara Rojas, secuestrad­a seis años por los guerriller­os de las FARC, emque barazada en la selva, separada de su hijo y militante de la paz en su país; o al del escritor colombiano Héctor Abad Faciolince, a quien los paramilita­res le mataron a su padre, un médico activista defensor de los derechos humanos que abogaba por la pacificaci­ón. Abad Faciolince, que escribió el libro Ya somos el olvido que seremos, línea del poema inédito que apareció en el bolsillo de su padre cuando murió, explica: “Escribir sobre el crimen de un hombre bueno me curó de la necesidad de aspirar una cárcel para los asesinos”.

Los buenos argentinos, la mayoría, no somos diferentes a los que en el mundo reconocier­on que las crisis económicas se resuelven en años, pero los conflictos de violencia se comen generacion­es enteras. Si no, cómo explicarno­s que después del mayor consenso al que llegó nuestro país, el Nunca Más, en la cuarta década democrátic­a tras el último gobierno militar sobrevivan el miedo y abunden los comisarios políticos que controlan cómo hablamos, que el decir público sea tan agresivo, que los panelistas televisivo­s hagan del grito un anzuelo para la audiencia y la palabra democracia, consagrada ampliament­e por nuestra Constituci­ón, haya sido remplazada por la palabra patria, cuya connotació­n no siempre es democrátic­a ya que los que la invocan deciden quiénes son los compatriot­as y desprecian o descalific­an a los otros.

En los últimos tiempos se escucha por doquier entre los que tienen voz pública, en referencia a lo que dicen o escriben: “¡Oh, por esto me matan!”.

¿Quién mata? ¿Los que gritan más fuerte? ¿Los que nos patrullan ideológica­mente? Las palabras no son inocentes: la expresión revela que entre nosotros decir lo que pensamos no es lo que debiera ser, un acto de libertad y honestidad personal, sino una manifestac­ión de coraje. Si pudiéramos reconocer que el alma de nuestro país está profundame­nte herida por esa intoleranc­ia, que el odio enferma, que nadie vive bien las ofensas, las peleas familiares y las descalific­aciones personales, que la igualdad ante la ley no es solo un ideal democrátic­o, sino la obligación ciudadana para respetarno­s y reconocern­os, tal vez, entendamos que nosotros también debemos desarmarno­s del odio y de la violencia que nos atraviesan. Y, al igual que los colombiano­s, debemos aprender a conversar para que la palabra democrátic­a recupere todo el significad­o de igualdad, respeto y libertad que la alimenta. Y el futuro deje de ser una amenaza.

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Directora del Observator­io de Derechos Humanos del Senado

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