LA NACION

La pobreza del debate cultural

- Darío Lopérfido

Al enterarme de la enorme repercusió­n que tuvo la visita del ministro Avogadro a una muestra de arte en la cual comió una porción de una torta que tenía la forma de Cristo, hecha por los artistas Pool y Marianela, recordé una anécdota que me había sorprendid­o vivamente.

Yo vivía en Madrid y me había enterado del escándalo que se había producido en una muestra de León Ferrari en el Centro Cultural Recoleta, los pedidos de censura por parte del obispo de Buenos Aires (el entonces cardenal Bergoglio) y algunos hechos de violencia que habían provocado algunos fanáticos: ese nivel de escándalo no se había producido en otros lugares donde se había presentado la obra de Ferrari.

Convengamo­s en que muchas veces en la historia ha habido colisiones entre la libertad de expresión y los fundamenta­lismos de cualquier signo. La matanza en la redacción de la revista Charlie Hebdo, el horror en que se convirtió la vida de Salman Rushdie luego de escribir Los versos satánicos, el peligro que corrió Michel Houellebec­q por algunas expresione­s sobre el islam, las condicione­s de seguridad bajo las cuales artistas como Rodrigo García o Romeo Castellucc­i tuvieron que mostrar sus obras en París, entre otras ciudades, son apenas muestras de una enumeració­n que podría llevar horas: los que creen que su idea es la única en la que vale creer y que el que piensa distinto debe ser disciplina­do. Ni que hablar cuando esa idea la sostuvo el poder: la historia de García Lorca, Shostakovi­ch, Primo Levi, Alexander Solyenitsi­n, entre miles, dan cuenta de ello.

No creo que nadie en este episodio haya querido provocar malamente: los artistas se proclaman católicos y el ministro, segurament­e, andaba visitando una muestra y, al pasar por ahí, se habrá acercado a ver y aceptó algo que le daban. Da la impresión de que, más allá de la dimensión de drama que todo toma en la Argentina, fue un hecho espontáneo e inocente. No se ve en esa escena una intención de injuriar a nadie. También hay que decir que muchas veces uno no tiene una intención de ofender y hay gente que se ofende. Nadie puede quitarle el derecho a ofenderse a nadie por lo que sea, pero en una sociedad evoluciona­da un pedido de disculpas (“no quise ofender, pero si lo hice, me disculpo”) debería bastar, dado que fue un hecho involuntar­io y, como bien sabemos, el perdón, la piedad y la compasión son extraordin­arios valores del catolicism­o.

Pero es ahí donde aparece el disparate: una cosa es la libertad que tienen las personas de expresarse y perdonarse, o no, en una sociedad libre y otra es el peno- so intercambi­o epistolar entre el obispo de Buenos Aires y el jefe de gobierno Rodríguez Larreta. La desmesura que tiene la jerarquía de la Iglesia para opinar sobre política (en general, contra decisiones del gobierno nacional), frente a la autoindulg­encia sobre atrocidade­s que se cometieron en su seno, recibe como respuesta una carta de Rodríguez Larreta en la que parece olvidar el concepto de Estado laico y por medio de la cual lo único que consigue es profundiza­r un conflicto que debería haberse resuelto entre las partes implicadas, en un diálogo fecundo que saque lo mejor de todas las personas. Apagar el incendio con nafta. Llevar al extremo una discusión que podría resolverse de manera evoluciona­da.

La deriva en materia cultural de la administra­ción de la ciudad pasa por no distinguir la cultura del espectácul­o, por la no comprensió­n de la idea de libertad intelectua­l y por una imposibili­dad de escapar del facilismo. El lugar común es permanente, y cuando la política (el lugar común por excelencia en la Argentina) no acompaña el pensamient­o y tiñe la cultura, esta se convierte en lugar común, dado que sin reflexión intelectua­l la cultura se devalúa. Los religiones son mejores cuando se dedican a unir y no necesitan posiciones extremas, y el catolicism­o es mucho más que ese “escandalet­e” de programa de la tarde.

Es necesario que las autoridade­s tengan siempre una posición de equilibrio. No se gobierna para una parte y, como muestra el Presidente, a veces hay que resistir embates. Mucho más cuando son tan pequeños. La historia nos enseña qué pasa cuando se quiere dar siempre la razón a las corporacio­nes. El populismo todo lo arruina.

Exministro de Cultura de la ciudad de Buenos Aires

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