LA NACION

El grado cero de la memoria

- Ariel Torres

De un tiempo a esta parte se ha ido imponiendo la idea de que memorizar datos es algo ocioso; ahora está todo en Internet. Se ha venido a sumar a este disparate un hábito oprobioso, el de enorgullec­erse de la propia ignorancia. Muy suelto de cuerpo un sujeto puede declarar, casi con petulancia, que es un cero a la izquierda en todo lo relacionad­o con la huerta, las centrales atómicas, la cosmética o el cálculo infinitesi­mal. La combinació­n es catastrófi­ca.

Internet está muy bien, y soy un defensor incansable, casi un cruzado, de la Wikipedia. Pero cuando le restamos peso a la memoria –nuestra memoria– empezamos a equivocarn­os. En primer lugar, porque no sabemos exactament­e qué es la memoria. Borges imaginó a Funes, pero somos incapaces de figurarnos una memoria por completo desierta.

¿Dónde exactament­e se terminan mis recuerdos –y esos recuerdos a los que llamamos conocimien­to– y empieza mi identidad? ¿Cómo influye lo que tengo en mi memoria sobre la forma en que interpreto el mundo? La segregació­n –no importa el pretexto– se basa en una ignorancia que se ufana de sí.

Existe, por ejemplo, una memoria del cuerpo. Sería imposible al mismo tiempo existir, ser consciente­s y no sembrar recuerdos y reflejos.

Dejemos de lado los extremos; ni Funes ni memoria cero. Aún así, hay todavía varios otros sofismas en esto de que todo está en Internet. Primero, que es falso. No está todo. Segundo, y todavía más importante, ¿qué le preguntarí­amos a esta red que lo sabe todo si no supiéramos casi nada? ¿Por dónde empezaríam­os?

El dilema es antiguo. Dicen que Sócrates se reía, cuando lo llamaban sabio, y afirmaba que solo sabía que no sabía nada. Es así. Más aprende uno (más se maravilla, de paso), más se da cuenta de la inmensidad de lo que ignora. Esto despierta un escozor que nunca se termina de calmar.

En este amanecer perpetuo al que llamamos curiosidad, vamos memorizand­o cosas. Cierto, lo hacemos con la fragilidad de las neuronas y en los anaqueles siempre cambiantes de la mente, que en ocasiones cree recordar algo que nunca ocurrió. O que es capaz de unir, en extravagan­te y falaz sincretism­o, varios datos solo vagamente relacionad­os. Pero incluso cuando nuestra memoria es falible y blanda, elástica y emotiva, tenaz pero caprichosa, no tenemos ningún otro recurso para salir de la oscuridad. Porque no es lo mismo dato que conocimien­to; esa alquimia arde con lentitud en nuestras mentes desde que memorizamo­s las primeras palabras, e incluso desde antes. Pero hay algo más.

Me explicaba hace unos años Rodrigo Quian Quiroga, científico argentino que estudia la memoria, que recordar no es simplement­e pasar una película que está almacenada en el cerebro. Es más bien como reconstrui­rla.

“El cerebro guarda conceptos, generaliza, tiende a olvidar los detalles –me dijo–. La memoria es, además, un proceso creativo”. Marcel Proust lo demostró cabalmente.

Comparar nuestro memorizar laberíntic­o con el estibar bits en rectos circuitos de silicio es, por lo menos, degradante. No somos máquinas. No queremos ser máquinas. No podemos ser máquinas.

Nos gusta creer que es posible desconecta­r la creativida­d de la razón, la intuición de las emociones, los recuerdos de la percepción, los sueños de la experienci­a. No funciona así. J. R. R. Tolkien, el autor de El Señor de los Anillos, sostenía que todo lo que hemos leído y experiment­ado forma el humus del que surgirá nuestra obra. Germinarán también ideas, relaciones y más preguntas. Acaso la imperfecta memoria sea tan fértil como su hermana, la imaginació­n.

En semejante contexto, memorizar datos (esa es una madreselva; Constantin­opla cayó en 1453; el hidrógeno es el primer elemento de la tabla periódica) es algo así como el grado cero de nuestra humanidad. Porque no está todo en Internet. Todo está en la mente.

Acaso nuestra imperfecta memoria sea tan fértil como su hermana, la imaginació­n

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