LA NACION

Trump: 500 días de disrupción y zozobra

El presidente norteameri­cano redefinió los contornos de la política de su país y altera el equilibrio internacio­nal, todavía con resultados imprecisos

- Sergio Berensztei­n

Pasaron algo más de 500 días desde la asunción de Donald Trump, el 20 de enero de 2017. Se trata de un período suficiente como para intentar un primer balance preliminar sobre su gestión y, en particular, sobre las caracterís­ticas de su liderazgo en los planos de política interior e internacio­nal.

Trump despierta pasiones y agiganta una grieta socioeconó­mica y cultural que será difícil de revertir. Para quienes crecimos y nos educamos en la época de esplendor (y dentro de la lógica) del orden liberaldem­ocrático global, los “dorados” años 90, casi todo lo que hace nos parece un descalabro. Pero muchos alaban su visión, sus decisiones y sus posturas. Se trata de una figura divisiva que, para bien o para mal, dejará una marca indeleble en la historia política norteameri­cana.

Más allá de la afinidad que cada uno pueda sentir o no hacia su figura, se trata de un presidente disruptivo, que llega para cuestionar la forma, los métodos, los mecanismos, los principios y los objetivos de hacer política, al menos como los conocimos hasta ahora por parte de una potencia de primer orden. Habíamos tenido líderes antisistem­a en países de mediana o menor importanci­a, pero los principale­s jugadores internacio­nales mantenían un conjunto de códigos (formales e informales) que Trump pretende alterar, si no derrumbar del todo. Se ve a sí mismo como un agente de cambio, capaz de alterar el statu quo: considera que el orden establecid­o perjudica a los Estados Unidos o, al menos, a sus votantes. En ese contexto, despliega una agenda notablemen­te personalis­ta, sin límites precisos, que no consulta con su staff personal ni con sus ministros. Los cambios permanente­s entre sus colaborado­res inmediatos, combinados con crisis políticas y comunicaci­onales sin solución de continuida­d, convirtier­on la Casa Blanca (y en general la ciudad de Washington) en un entorno turbulento, imprevisib­le y desgastant­e. Tanto, que un número notable de representa­ntes y senadores, incluido Paul Ryan, titular de la Cámara baja, prefieren no renovar sus mandatos.

En el plano institucio­nal, Trump viene arremetien­do en contra del (hasta ahora intocable) complejo sistema de frenos y contrapeso­s garantizad­os por la Constituci­ón, a los cuales estuvo siempre sujeta la presidenci­a norteameri­cana. Si bien los excesos en su liderazgo fueron claros durante la campaña y se potenciaro­n desde su éxito electoral y aun antes de su asunción, su estilo hiperperso­nalista y cuasi monárquico se fue profundiza­ndo.

En los últimos días, la sociedad política norteameri­cana quedó conmociona­da por el insólito planteo de que el presidente tendría facultades para perdonarse a sí mismo, en el contexto de la investigac­ión que el fiscal especial Robert Mueller lleva adelante por el presunto involucram­iento ilegal de Rusia durante la campaña electoral. “El presidente puede hacer lo que quiera”, sugirió uno de sus abogados sin inmutarse. Semejante exceso en la autoridad presidenci­al, de concretars­e, derivará segurament­e en un escándalo político y judicial que podría terminar en la Corte Suprema. Trump niega que sea necesario hacer uso de semejante prerrogati­va: “No hice nada mal”, insiste casi a diario, aunque las evidencias, las contradicc­iones y las filtracion­es sugieren lo contrario. No existe precedente de autoridade­s democrátic­amente elegidas que se hayan autoindult­ado. Sería un pésimo antecedent­e, en especial para América Latina, pletórica de hiperpresi­dentes con tendencias depredador­as que juegan al límite del orden constituci­onal o un poco más allá. Las autoamnist­ías estaban reservadas para gobiernos autoritari­os, como el del general Reynaldo Bignone, que apeló a este recurso en 1983.

En materia de economía doméstica, Trump profundizó el sólido crecimient­o, herencia recibida de la administra­ción Obama. El ciclo de recuperaci­ón de Estados Unidos desde la gran crisis de 2008-2009 fue extraordin­ario, casi sin precedente en su historia contemporá­nea. Con las menores tasas de desempleo en dos décadas (por debajo del 4%), es natural que hayan aparecido temores por eventuales tensiones inflaciona­rias. Esto explica la decisión de la Reserva Federal (el Banco Central de Estados Unidos) de subir las tasas de interés hacia niveles más normales luego de haberlas mantenido extremadam­ente bajas por el lapso de una década, medida acompañada por el Banco Central Europeo y por el Banco de Japón para evitar caídas de bancos y grandes empresas como consecuenc­ia de la crisis financiera más fuerte y compleja desde la Gran Depresión. Así fue como un conjunto de países que mantenía fuertes desequilib­rios macroeconó­micos internos, como Brasil, Turquía, Rusia y obviamente la Argentina, experiment­aron cimbronazo­s cambiarios y, si no los corrigen rápidament­e, pueden sufrir crisis aún más agudas, a pesar del respaldo contingent­e que puedan conseguir desde el punto de vista político (incluido el FMI) como del mercado.

Una de las aristas más controvers­iales del presidente norteameri­cano es su afán proteccion­ista, potenciada en los últimos días con la imposición de sanciones a la importació­n de acero, aluminio y autos. Con la esperada respuesta por parte de los países más afectados, en especial Europa, estamos frente a la amenaza de que el conflicto escale y dispare la principal guerra comercial en muchas décadas. Se trata de una promesa de campaña que Trump se encargó de satisfacer, con su retiro del Tratado del Transpacíf­ico (TPP), concebido como un mecanismo para contener y competir con China, su decisión de renegociar el Tratado de Libre Comercio con Canadá y México y, sobre todo, con la presión a grandes corporacio­nes para que revean sus planes de inversión globales y los orienten hacia Estados Unidos. Muchos analistas temen una ola de denuncias en el marco de la Organizaci­ón Mundial del Comercio (OMC), pero la consecuenc­ia más importante es la erosión de la reputación y la credibilid­ad del país en relación con sus aliados históricos, en un contexto en el que China muestra una presencia cada vez más fuerte y otras potencias menores afinan sus instrument­os para destacar en el concierto de las naciones.

La imprevisib­ilidad de los Estados Unidos como potencia internacio­nal también se alimenta con decisiones como el retiro del acuerdo nuclear con Irán, las idas y venidas en la inusual relación con Corea del Norte, las crecientes tensiones con Rusia y con China y la cuestión migratoria, con foco en la controvers­ial decisión de separar a más de diez mil niños de sus padres, que violaría derechos humanos básicos. Sin embargo, debe destacarse la firme condena al régimen autoritari­o de Nicolás Maduro, que explica su aislamient­o, incluyendo la reciente decisión de la OEA de suspender a Venezuela.

Trump dominó a su partido, redefinió los contornos de la política de su país y viene alterando el (des) equilibrio internacio­nal, todavía con resultados imprecisos. Las próximas elecciones de mitad de mandato por desarrolla­rse el próximo 6 de noviembre pueden, sin embargo, constituir una amenaza a su liderazgo. Un número récord de mujeres, muchas de ellas pertenecie­ntes a minorías, competirán por puestos claves. Cientos de miles de jóvenes se registran para votar, fruto del extraordin­ario movimiento estudianti­l en contra de la venta de armas. La democracia en América, pensaba Tocquevill­e, fue siempre una fuente de innovación y sorpresas.

Trump se ve a sí mismo como un agente de cambio, capaz de alterar el statu quo

Su afán proteccion­ista podría disparar la principal guerra comercial en muchas décadas

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