LA NACION

Trampas de la razón

- Nora Bär

Un médico le advierte a su paciente (individuo de mediana edad, con sobrepeso, que lo observa con un cigarrillo colgando de los labios) que los fumadores tienen un riesgo del 50% de morir por una enfermedad relacionad­a con el tabaquismo. ¿Cuál es la respuesta del paciente? “¡Eso a mí no me va a pasar!”. Siguiente escena, los mismos personajes: el primero le advierte al segundo (que en este caso tiene un billete de lotería en la mano) que su probabilid­ad de ganar es de una en 80 millones. ¿Qué exclama el esperanzad­o jugador? “¡Tal vez hoy sea mi día de suerte!”.

Me acordé de este chiste gráfico sobre nuestra dificultad para interpreta­r estadístic­as al leer el comentario de Elizabeth Kolbert, publicado por The New Yorker, sobre tres libros editados en 2017 que exploran la naturaleza de nuestra racionalid­ad: The Enigma of Reason (El enigma de la razón, harvard University press), de hugo Mercier y Dan Sperber; The Knowledge Illusion (La ilusión del conocimien­to, Riverhead Books), de Steven Soman y philip Fernbach, y Denying to the Grave. Why we ignore the facts that will save us (Negando hasta la tumba. Por qué ignoramos los hechos que nos salvarán, Oxford University press), de Sara y Jack Gorman.

Kolbert repasa las “fallas de razonamien­to” que los neurocient­íficos vienen advirtiend­o desde hace décadas. En particular, cómo nos cuesta cambiar de opinión, aunque toneladas de datos nos indiquen que estamos equivocado­s.

Cientos de experiment­os sugieren que ni las personas aparenteme­nte más racionales están a salvo. algunos de los mecanismos que nos conducen a conclusion­es equivocada­s están bien estudiados, como el “sesgo de confirmaci­ón” (tendemos a aceptar lo que coincide con nuestras ideas y a rechazar lo que las contradice). incluso hay investigac­iones que sugieren que sentimos verdadero placer, una catarata de dopamina, cuando procesamos informació­n que respalda nuestras creencias.

Como le gusta destacara Guadalupe nogués, bióloga molecular hoy dedicada, entre otras cosas, a estudiar los engranajes de la “posverdad”, esta singular caracterís­tica de la racionalid­ad humana es particular­mente relevante en los debates públicos, cuando la intuición reemplaza a las evidencias como validación de las decisiones que tomamos.

pero lo que rescata Kolbert de estas obras son sus hipótesis de cómo llegamos a ser así. Una de ellas propone que la razón es un producto de la evolución, igual que la postura erguida. Desde este punto de vista, la mayor ventaja de los H. sapiens sobre otras especies es la capacidad de cooperar. así, los hábitos mentales que parecen extraños o tontos desde un punto de vista “intelectua­l” pueden haber sido “astutos” desde la perspectiv­a de la interacció­n social en las pequeñas bandas prehistóri­cas de cazadores-recolector­es. Claro que en esos días no había que lidiar con noticias falsas o Twitter, dice Kolbert. hoy, en un escenario que cambió demasiado rápido para que la selección natural se ponga al día, a menudo nuestros razonamien­tos “espontáneo­s” pueden fallarnos.

Otra de las explicacio­nes sería que el progreso se basó en “pensar en conjunto”, confiando parte del conocimien­to a otros miembros de la “tribu”. En algún momento, la “ignorancia selectiva” que se da, por ejemplo, en cuestiones tecnológic­as nos permitió avanzar. pero cuando los sentimient­os prevalecen sobre la comprensió­n profunda de los problemas eso se vuelve riesgoso.

La ciencia encontró una forma de corregir estos y otros vicios del pensamient­o lógico y por eso resulta tan exitosa. Entre investigad­ores, los resultados tienen que ser reproducib­les por otros que no tienen ningún motivo para confirmarl­os. no faltan las disputas, pero al final prevalece el método. no viene mal recordarlo –y aplicarlo– en momentos en que estamos empeñados en discusione­s que definen nuestro presente y el futuro de los que nos siguen.

Nos cuesta cambiar de opinión aunque toneladas de datos nos indiquen que estamos equivocado­s

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