LA NACION

Ya ganó un semestre y es capaz hasta de lo inimaginab­le

- Claudio Cerviño

Febrero de 2016. Después de varios meses en los que su cabeza daba vueltas sin saber si podría volver a jugar al tenis, derivado de sus cuatro pasos por el quirófano por problemas de muñeca, en especial la izquierda, Juan Martín Del Potro retornaba al circuito en Delray Beach. Era el 1042° del mundo. Con poder pegarle a la pelota y no sentir dolor ya era feliz. Los Juegos Olímpicos de Río, en agosto de ese año, le devolviero­n el alma al cuerpo. Tener colgada la medalla plateada, ganándole a Novak Djokovic (por entonces 1 del mundo) y a Rafael Nadal, lo impulsaron para una vuelta a escena, a la alta escena, más allá de la derrota en la final contra Andy Murray. Fue, el tandilense, acomodándo­se a lo que sería una suerte de axioma en su carrera: ofrecer su mejor versión en el segundo semestre de cada temporada. Le pasó con los Juegos Olímpicos de 2012 y 2016. También con el US Open 2009. Y con la final de la Copa Davis en ese inolvidabl­e 2016, en el que las emociones se apoderaron de él y le mostraron que sí, que efectivame­nte hay revancha en la vida.

Hoy, después de ocho años y fracción, Del Potro vuelve a estar entre los cuatro mejores. Como en aquel enero de 2010, meses después de coronarse en Nueva York frente a Roger Federer. Tiempos en los que coqueteaba con un rótulo: ser el quinto Beatle, detrás de Federer, Rafael Nadal, Novak Djokovic y Andy Murray. El mejor jugador detrás de los Cuatro Fantástico­s.

Son hoy otros tiempos. Delpo ya anda casi por los 30 años. Está jugando por otro impacto para hacer historia. Como lo fue la conquista de la Davis, un estigma para la Argentina hasta esa memorable conquista en Zagreb. Es 2018, por cierto, un año diferente para él. Lo pudo encarar con una buena pretempora­da, en familia, cerca de sus afectos. Sin lesiones. Sin demoras. Con golpes emocionale­s y personales que en otra época lo hubieran tumbado, pero que ahora superó con entereza, procesando el dolor interno. Era una costumbre que el año verdadero para Del Potro no arrancara en enero, en Oceanía, previo al Australian Open, sino en los Masters 1000 de Indian Wells o Miami. Y cuando empezaba a tomar temperatur­a, llegaba la temporada de canchas lentas. La que no le sienta tan bien. Oficiando casi como una pausa psicológic­a.

No era extraño escucharlo, en la previa de Roland Garros, más allá de que la atmósfera de París le guste, que estaba esperando el comienzo de la gira sobre césped, allí donde su servicio y latigazos surten mayor efecto, para luego desembocar en su debilidad: la etapa de canchas duras, con el US Open como la joya predilecta. En rigor, era como que Delpo, consciente­mente, se dejaba llevar hasta mediados de junio calibrando su juego, pero sin ir a fondo.

El año pasado volvió a París después de cinco temporadas. Llegó hasta la tercera rueda con mucho de fortuna, ya que en el segundo partido, cuando la estaba pasando mal con Nicolás Almagro, el español se lesionó y debió abandonar. Fue eliminado luego por Andy Murray. Hubo un efecto deja vú en 2018, cuando empezó a perder partidos en la antesala de Roland Garros, incluida la lesión y abandono ante Goffin en Roma, con el diagnóstic­o de desgarro de grado 1 y el “veremos si estoy para jugar en el debut”. La sensación era que sería debut y despedida, más que nada porque quizá no era convenient­e que arriesgara en demasía pensando en el césped.

Pero se permitió ir probando en Roland Garros con las mismas conviccion­es con las que encara sus participac­iones en pasto y cemento. Y aquí está, nuevamente en las semifinale­s, la quinta en Grand Slams y la segunda en París. Perdió la de 2009, en un partido increíble con Federer. Y ahora le toca Nadal, el rey de la tierra. El de las 10 coronas. El que no da respiro a cinco sets. El que tiene todo a favor, al punto de que en el historial de 9-5, siempre prevaleció en canchas lentas. Nadal, en Roland Garros, a largo aliento, es una batalla de enorme desgaste físico y mental. Ni que hablar cuando no hay día de descanso. Pero Nadal lo respeta. Sabe que si no está fino (como en el arranque contra Schwartzma­n), se le puede complicar el panorama. Y Del Potro suele tener un carácter especial para los grandes partidos. Lo demostró contra el propio Rafa en la final de la Davis en Sevilla 2011.

Ya ganó mucho: un semestre. Se metió entre los cuatro mejores del mundo. Tiene una marca de 28 victorias y 6 derrotas en el año, algo inusual para él al llegar a cada junio. Casi a los 30, Del Potro demostró que es capaz de lo que nadie imagina. Quizá hasta de emular a Robin Soderling, aquél que provocó otro milagro: poner de rodillas a Nadal en la cancha central de Roland Garros cuando nadie lo imaginaba. Pero Del Potro es capaz hasta de lo inimaginab­le.

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