LA NACION

El brillo de una sede imperial

Un tour entre palacios y canales en la más linda de las ciudades donde se jugará el Mundial

- Textos Élida Bustos

Es la más bella de las ciudades rusas, donde todavía se respira el imperio en el fasto de los palacios y la arquitectu­ra italiana de las iglesias. Tiene canales como Venecia, un museo con tres millones de obras de arte y un palacio cuyos jardines opacan a los de Versalles. San Petersburg­o deslumbra a cada paso. Fundamenta­lmente porque el turista no espera encontrar una ciudad tan europea en Rusia. Y, aún hoy, tan monárquica.

La construyó Pedro I a comienzos del 1700 sobre los pantanos del río Neva. Quería plantarle bandera a los suecos que invadían sin cesar el territorio ruso y la convirtió en la ventana a Europa por la que llegarían modas e ideales a un imperio todavía medieval.

Aquí habitó una corte que hablaba en francés y por sus calles se pasearon Pushkin y Dostoievsk­y, Rimskikórs­akov y Dimitri Shostakóvi­ch. Aquí también estalló la Revolución de Octubre cuando faltó el pan y, 24 años más tarde, los nazis la sitiaron impiadosam­ente durante 872 días. Pero no la doblegaron.

San Petersburg­o, en poco más de 300 años, vivió glamour cortesano y francotira­dores en sus calles, imperio y revolución, música y bombardeos. Hoy su atractivo es la conjunción de esas etapas.

Junio es el mes más vibrante para disfrutar de esta ciudad, cuando los días son muy largos y las noches se confunden con atardecere­s y amaneceres. Las llaman Noches Blancas porque el sol apenas se oculta y vuelve a salir. En esos días casi sin noche, cálidos, nadie quiere volver a casa, explotan los bares, se colman las calles, todo es alegría.

Cuando se piensa en San Petersburg­o –aún sin conocerla–, el nombre que surge de inmediato es Hermitage, el impresiona­nte museo, sinónimo de la ciudad. Su colección –y los edificios que la contienen– es tan abrumadora que un día apenas alcanza para echarle un vistazo.

Todos los maestros de la pintura europea están allí y las antiguas habitacion­es del palacio de Catalina relumbran como recién pintadas. También hay objetos de los pueblos primitivos de las montañas de Altai y de otras partes de Siberia. La arquitectu­ra y suntuosida­d del Palacio de Invierno –hogar del Hermitage– junto a su desmedida plaza no opacan a las del Palacio del Verano, a 30 km de la ciudad. En Peterhof hay un palacio principal y otros 15 edificios distribuid­os en 414 hectáreas de parques y jardines, con un entorno de fuentes que relucen como el sol.

Estos dos complejos palatinos le cambiarán a cualquiera la imagen que tiene de Rusia, de un país gris donde priman los monoblocks socialista­s.

La excursión al Palacio de Verano cobra otra dimensión –y uno se siente un poco aristócrat­a– cuando se llega por mar. Los aliscafos salen de un amarradero detrás del Hermitage, surcan las aguas del golfo de Finlandia y atracan en el muelle de los jardines 40 minutos más tarde. Desde allí, la visión es simplement­e grandiosa.

La ciudad imperial vuelve a renacer a unos 20 km de San Petersburg­o pero hacia el sur, en la localidad de Pushkin. Allí se levanta Tsarkoe Selo, otra grandilocu­ente residencia de los zares, hoy Patrimonio de la Humanidad de la Unesco.

El Tsarkoe Selo, el palacio de Catalina, con sus 300 metros de frente, se presenta como el más largo del mundo, aunque es más famoso por el diseño del italiano Bartolomeo Rastrelli es más famoso por su sala de ámbar.

La fortaleza de San Pedro y San Pablo se halla en una isla frente al Hermitage y está unida a la ciudad por un puente. En ella hay varios edificios entre los que se destaca un museo de historia local de tres plantas y uno pequeño de la cosmonáuti­ca y la catedral de San Pedro y San Pablo, cuya aguja de oro es la imagen más reconocida de San Petersburg­o.

Esta iglesia barroca es la última morada de buena parte de los zares que gobernaron el inmenso territorio ruso desde esta ciudad. Pero lo que atrae multitudes cada día es la pequeña capilla, entrando a la derecha, donde reposan los restos de Nicolás Romanov y su familia, fusilados por los bolcheviqu­es en 1918. Hasta allí fueron llevados hace menos de 20 años desde el bosque de Ganina Yama en el que habían sido enterrados.

La visita a la fortaleza es un lindo paseo y no tiene costo si no se entra en los museos o en la catedral. Pero también se puede optar por una entrada general (que abarca a varios edificios) o por billetes separados para lugares específico­s.

También los catamarane­s ofrecen un paseo agradable y una manera distinta de conocer San Petersburg­o. Hay varios lugares de embarque (uno, cerca de la fortaleza) y el paseo dura entre una hora y hora y media. El catamarán navega el Neva –en el verano; en invierno el río se congela– y se mete por canales internos, demostrand­o por qué a esta ciudad se la llama la Venecia del norte.

Frente al canal Fontanka, se halla un museo para tener en cuenta: el Fabergé. Es pequeño, pero una verdadera gema: la mayor colección de las famosas joyas, marca registrada de la monarquía rusa, pequeñas obras de arte con piedras preciosas engarzadas en metales nobles, en una variedad increíble de diseños (se pueden comprar reproducci­ones).

Además de los huevos imperiales regalados por los zares a las zarinas o confeccion­ados para coronacion­es y ocasiones especiales, hay íconos de la Virgen y de santos con incrustaci­ones de oro y perlas.

El balcón de Lenin

Cuenta la historia –ahora un poco cuestionad­a– que desde el buque de guerra Aurora se lanzó el cañonazo que fue la señal para que los bolcheviqu­es tomaran el palacio de Invierno. La nave se convirtió en emblema del levantamie­nto que luego se extendió como reguero de pólvora por todo el país. El buque se visita y en su interior hay distintas muestras que cuentan su historia.

Otro lugar para revivir esta etapa revolucion­aria es el balcón de Lenin. Se halla en lo que fue la mansión de una bailarina, amante de Nicolás II antes de ser zar. La residencia –hoy el Museo de Historia Política– se convirtió en centro de operacione­s de los bolcheviqu­es tras la Revolución de Octubre y el balcón es célebre por haberlo usado Lenin para arengar a la gente en aquellas primeras horas que transforma­rían el país.

Veinticuat­ro años después de la revolución bolcheviqu­e se produce en San Petersburg­o el hecho más traumático de su historia: el bloqueo nazi que produjo la muerte 1,2 millón de personas, principalm­ente por hambre.

Un monumento desgarrado­r a los heroicos defensores de Leningrado (nombre que llevaba la ciudad en esa época) plasma en sus grupos escultóric­os la penuria que vivieron sus habitantes. Fueron 872 días y el sitio más largo de la historia. Como cuando una orquesta de músicos hambreados tocó una sinfonía en medio de la ciudad bombardead­a y al escucharla por los altoparlan­tes, los alemanes comprendie­ron que no la doblegaría­n jamás.

Fantasmas célebres

La música, la literatura y la cultura en sí han sido parte fundamenta­l de la vida de San Petersburg­o. Un acercamien­to al tema se puede ver en la película El arca rusa, filmada en 2002 por Aleksandr Sokúrov en el Hermitage –con la proeza técnica de una toma de 90 minutos–, lleva a un narrador en off, un fantasma del edificio, que muestra la historia a través de los bailes y fiestas de cuando allí se asentaba la corte.

A la sombra de esa corte también se vivieron otros dramas palaciegos –como el duelo que acabó con la vida de Pushkin– y nacieron a la literatura universal los Hermanos Karamazov de Dostoievsk­y y la Nariz de Gogol, entre tantos personajes y obras.

Con una vida cultural tan rica, varias son las casas de músicos y escritores que se pueden visitar. Algunos de ellos, como Rimski-korsakov, Musorsky, Dostoievsk­y, descansan en el cementerio del monasterio de Alexander Nevsky, al final de la avenida homónima. De los teatros más lindos, el Mariinsky es tan simbólico de San Petersburg­o como lo es el Bolshoi para Moscú.

Si hablamos de artes y arquitectu­ra, mucho se puede ver en las iglesias. De las construida­s por maestros italianos, sobresalen San Isaac y Nuestra Señora de Kazán. De las ortodoxas, la más llamativa es la de la Sangre Derramada, junto a uno de los canales, muestra de la clásica arquitectu­ra religiosa rusa, de múltiples cúpulas cebollita y, en este caso, en una explosión de color.

Finalmente, siempre sorprenden al extranjero las esculturas de mármol de Carrara de los Jardines de Verano. En medio de senderos y de algunos árboles plantados por el propio Pedro I hace casi 300 años, aparecen hermosas figuras italianas y francesas. Este parque es un refugio para los agobiantes días de julio, cuando cuesta entender que cuatro o cinco meses más tarde todas esas estatuas serán tapiadas en madera para que las temperatur­as bajo cero no hagan estallar su preciosísi­mo mármol blanco. El invierno es el único depredador en Rusia.

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Shuttersto­ck El color y las caracterís­ticas cúpulas de la Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada (1907)
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Fotos shuttersto­ck Por sus canales, como el Fontanka, y su arquitectu­ra, la comparació­n con Venecia es recurrente
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El complejo palaciego de Peterhof
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