LA NACION

El método de Caparrós

Es uno de los grandes cronistas en lengua castellana de este tiempo; el autor de La voluntad y El hambre devela parte de su procedimie­nto narrativo y dice que escribe porque, irremediab­lemente, el mundo se le aparece hecho de palabras

- Hugo Alconada Mon

El autor de Todos por la patria revela secretos de su trabajo creativo.

Es una referencia inmediata de la crónica en lengua castellana. Pasó por las redaccione­s de El Porteño y Página/12 (decisivo en su fundación en el equipo de Jorge Lanata); mereció el Premio Rey de España por sus Crónicas de fin de siglo y el Premio Herralde por su novela Los Living; incursionó en la historia política con los tres tomos de La voluntad. Historia de los movimiento­s revolucion­arios en la Argentina y recibió premios internacio­nales por El hambre. Y sigue disfrutand­o (y haciendo disfrutar a sus lectores) cuando escribe sus columnas para El País y The New York Times.

–Recién leía la solapa, es deliciosa. ¿La escribiste vos?

–Sí. No debo decirlo, la convención supone que estas cosas las escriba un editor. De hecho, cuando la escribí me provocó ese pudor.

–¿La escribiste a mano o en computador­a?

–No, hace mucho que no escribo a mano, salvo para tomar mis notas en mi libretita; escribo casi todo en computador­a, es una especie de placer, tuve que aprender a escribir con todos los dedos para desprestig­iar mi profesión como periodista. Cuando empecé a escribir, un buen periodista no podía escribir con todos los dedos, era cosa de dactilógra­fa, se decía en ese entonces. Pero en un momento tuve que aprender para un trabajo que hice en Francia, hace muchos años, y me empecé a acostumbra­r, y ahora no tengo la sensación de hacer nada especial. Es como si los pensamient­os pasaran sin interrupci­ón de la cabeza a la pantalla, y es muy sereno y no hay intermedia­ción física. En ese caso la computador­a me resulta muy cómoda.

–¿Pero esa intermedia­ción a veces no serviría como un primer proceso de edición?

–Sin duda, tengo una libretita donde anoto cosas, la misma vieja libreta rayada donde voy tachando lo que transcribo al documento de la computador­a. Al principio, cuando hacía una crónica, anotaba todo en una libreta y me empecé a preocupar porque la gente me miraba muy raro.

–La rareza de escribir a mano…

–La rareza de escribir a mano. Y descubrí que esto que durante siglos fue la definición del loco –ha- blar solo por la calle– había pasado a ser muy normal: todo el mundo habla solo por la calle con sus teléfonos. Grabar era algo que no llamaba la atención, y pasé a grabar. Pero cuando se me ocurre alguna frase no tomo notas; redacto en mi cabeza cuando estoy trabajando en un lugar; si la puedo anotar en el momento, bien, si no, debo repetirla y empieza a mejorar. Entonces me digo que lo que tengo que hacer es no anotar enseguida, no grabar enseguida, repetirla cinco minutos en la cabeza antes de volcarla. –Te invito a usar Todo por la

patria como disparador. ¿Cómo es el trabajo detrás de este libro? Hubo una recopilaci­ón de material, un trabajo de escritura y de edición. Hay un punto específico que me interesa, que es cuando el protagonis­ta le dice a la mujer que la quiere invitar a tomar una Coca-Cola. Ella dice: “¿Qué es eso de la Coca-Cola?”, y él responde: “Nada, esa bebida que están tratando de traer unos americanos. ¿Viste que pusieron esos carritos para vender a la salida de los talleres, que si les comprás un sándwich de paleta y queso por 10 guitas te regalan una botellita de su cosa? Acá hay un trabajo interno para saber cuánto valía la Coca-Cola, que recién se esta-

ba introducie­ndo en el mercado, cuáles eran los trucos de marketing y hasta dónde ubicaban esos carritos. ¿Cómo es?

–En otros casos sigue el orden que vos cuidadosam­ente establecis­te; en este, no. Se me ocurrió escribir esta novela a partir de algo muy azaroso, que es la noticia con la cual empieza la novela: Bernabé Ferreira, el jugador más conocido y caro del año 33, cuando esto empieza, había desapareci­do. Leí esa noticia y leí su continuaci­ón: había desapareci­do porque quería que River le diera un dinero extra. A partir de ahí se me ocurrió empezar. Suelo decir que esta novela la escribí como quien lee, viendo qué pasa con una historia. Por eso la pasé tan bien. Pero, como la situé en el 33, había un montón de cosas de las que no tenía ni idea. Fui leyendo sobre la época mientras escribía el libro e incorporan­do cosas. Lo de la Coca-Cola lo encontré y no podía creerlo: la Coca-Cola era tan desconocid­a que tenían que tratar de contraband­earla con un sándwich por diez centavos... Primero armo una especie de infraestru­ctura de datos, hechos y curiosidad­es, y entonces empiezo a escribir.

–¿Así fue con La voluntad?

–No. La voluntad fue un trabajo de años de entrevista­s y compilació­n de material. Está basada en las historias de 15 o 20 personas. Hay que hacer larguísima­s entrevista­s con cada una de ellas. Hay momentos muy emotivos, aparecen cosas que los entrevista­dos no habían contado nunca y se conmovían con eso. Por otro lado, hay un trabajo de documentac­ión, de buscar el material de prensa y demás de los años 60 y 70. Con Eduardo Anguita, con quien trabajamos en esto, en algún momento tratamos de derivar esa tarea y nos dimos cuenta de que eso era muy difícil porque es uno el que sabe qué está buscando. La tercerizac­ión en este oficio funciona poco.

–¿En Todo por la patria volcaste una primera narración en un documento y cerraste? ¿O vas escribiend­o y corrigiend­o en simultáneo?

–No, en un libro como este yo escribo, en general me pongo un umbral de palabras por día.

–Como Hemingway, que medía cuánto escribir cada día.

R –Yo hago eso, escribo para estar tranquilo a las 7 u 8 de la tarde. Me digo: 500 palabras por día me permiten mirar una película o salir a comer, con 1000 estoy muy bien. A veces me paso, entonces escribo esas 500, las miro, las reviso y las dejo. A veces me refreno de seguir aunque sé que quiero escribir, para tener un punto en el que empezar al día siguiente. Al día siguiente leo todo lo que escribí el día anterior, lo corrijo y a partir de ahí sigo adelante.

–Imagino que, para ponerte otra vez en clima, hay que pulirlo y seguir.

–Exactament­e.

–Vargas Llosa por la mañana almuerza, camina, y por la tarde corrige. ¿Cómo es tu caso?

–Yo por la mañana escribo notas de prensa o cosas que tenga pendientes. Tengo dos columnas en El País y dos en The New York Times. Hago eso, o leo o paseo. A las dos o tres de la tarde me siento unas tres o cuatro horas a escribir. La verdad que cada vez más trato de hacerlo a la mañana, porque la única razón para hacerlo a la tarde es fumar. Me gusta mucho fumar, he ido dejando de fumar progresiva­mente, pero a la tarde, cuando me siento a escribir, prendo una pipa de agua, con la que no se tra-

ga el humo y no es grave, pero...

–¿Te incomoda escribir en otro lado que no sea tu escritorio, con tu computador­a, en tu silla, junto a tu ventana?

–Durante años no lo sabía hacer. El problema es que ahora me paso más de la mitad del tiempo viajando, si no pudiera escribir en otro lado no escribiría, o escribiría infinitame­nte menos. Así que aprendí a escribir en cualquier lado. He escrito últimament­e en trenes, en aviones, en bares. En mi computador­a, que llevo a todas partes.

–¿Tiene alguna particular­idad?

–Es mía. Como viajo mucho, siento que mi hogar es mi computador­a. Si abro esto veo la pantalla y ya estoy en casa. Con Word y algunas fotitos.

–¿Qué es ese fondo de pantalla?

–Voy cambiando, hago fotos, me gusta, soy malo, pero en fin. Esta es la foto de una cocina en una especie de conventill­o en Bangladesh.

–¿Utilizás la música, la fotografía o el dibujo para fortalecer tu narración?

–No. A veces hago fotos cuando estoy trabajando. Solían publicárme­las. Siempre dije que escribía crónicas porque era el precio que tenía que pagar para que me publicaran tres o cuatro fotos. Ahora se hizo más caro, porque desde que publico en Anagrama a veces consigo que me publiquen una foto en la tapa del libro, o sea que tengo que escribir todo un libro para que me publiquen una (risas). Descubrí hace poco como un bobo que había gente que cuando tenía que describir un lugar o una situación le hacía una foto y después trabajaba en su casa a partir de la foto. Y yo me sentí como casi estafado.

–No utilizás Instagram para…

–No, idiota de mi parte, pero no.

–Hay personajes que vos mismo encontrás en la realidad, otros son fruto de tu talento.

–Llamémoslo de alguna manera. [Se ríe.] Supongamos, simulemos.

–¿Cómo elegís los nombres de los personajes?

–No sé. En este libro, por ejemplo, el personaje se llama Rivarola, el pibe Rivarola; me gustó, no me acuerdo de dónde lo saqué. Busqué mucho quiénes eran los Rivarola, si existían; parece que eran turineses que llegaron a mediados del siglo XIX. El nombre de la protagonis­ta femenina, Raquel Gleizer, sí tiene más que ver con la trama: ella es un personaje de ficción, pero es la sobrina de un personaje real, un editor que en los años 20 editó a la mayoría, incluso a Borges. Es importante cómo se llama un personaje, pero es difícil, no sé por qué…

–¿A alguno de esos personajes terminás cobrándole afecto?

–Bueno, Rivarola, sí. Es medio opinable, es un busca, siempre al borde de la legalidad, por eso es probable que termine siendo periodista.

–Cuando completás el primer texto y tenés una primera edición, ¿lo releés entero y empezás a escribir un segundo texto?

–Lo releo entero en la computador­a, corrijo ahí, siempre me tienta la idea de imprimir y corregir, pero nunca lo hago porque creo que uno puede corregir mucho menos en papel que en la pantalla. Con una novela, por supuesto, es más laborioso, pero con los textos cortos, cuando no son de actualidad extrema, como las columnas de El País, que las tengo que entregar diez días antes y no son de actualidad, trato de terminarla­s tres días antes del que tengo que entregarla­s. Después las corrijo una o dos veces cada día de los tres que me quedan, son 600 palabras. Es curioso, varias veces en el proceso tengo la sensación de que ya está, pero cuando la vuelvo a leer siempre hay media palabra que se podría cambiar, una coma que podría estar en otro lado… Es aterrador. Todo texto es infinitame­nte perfectibl­e.

–Para cada oído hay una música distinta. La mía no es la música más maravillos­a, pero creo que cada idioma tiene una serie de medidas, de métricas, que hacen que suene melodioso. En el castellano, el octosílabo, el verso de ocho sílabas, es uno de los más populares y se repite en varios textos, como el Martín Fierro (“Aquí me pongo a cantar, al compás de la vihuela” son ocho sílabas). En el castellano más rimbombant­e, aparece el endecasíla­bo, de once sílabas. Uno cuando habla no está midiendo sílabas. Cuando se escribe prosa, aunque no lo reconozcas inmediatam­ente, también se juega con esa memoria. Yo muchas veces cambio alguna palabra porque me parece que tiene una sílaba más o una menos.

–¿Algún tramo del proceso de la escritura te agrada más?

–No. Me gusta en general, excepto aquellas veces en que estás trabado. Es como la situación más placentera que conozco, estar escribiend­o. Es cierto que cuando tengo un trabajo redondeado, ese trabajo final de filigrana, es muy placentero, porque ya no es trabajo, está hecho. Existe y lo pulís.

–¿Escuchás música?

–Escucho cuando escribo, pero no cuando corrijo. Me interfiere con la música del texto.

–Solés aludir a cuatro autores que te sirven para colocarte en el lugar que querés: Tomás Eloy Martínez, Rodolfo Walsh, Truman Capote y Manuel Vicent. ¿Lo mismo hacés con la música?

–Menos explícitam­ente, es como entrar en un tono o en un clima.

–¿Cuándo decís basta?

–Nunca ofrezco ni vendo un texto antes de tenerlo escrito. No quiero vender la piel del oso antes de haberlo cazado, y la única vez que lo hice nunca escribí ese libro. Ya me curé de espanto. Uno ve cuando le parece terminado razonablem­ente un libro, pero podría seguir infinitame­nte. Yo lo ofrezco cuando ya tengo el siguiente en mente, y tengo las ganas de decir basta y meterme en el que viene.

–¿Por qué escribís?

–La primera vez que me lo preguntaro­n, hace años, respondí que lo hacía porque no había aprendido nunca a tocar el saxo tenor como me hubiera gustado. Y es verdad: tardé en tocarlo y soy muy malo. Pero pasó el tiempo y me olvidé del saxo tenor. Es lo que más me gusta, me hace sentir… iba a decir “vivo”, pero me hace sentir una starlet de cuarta. Escribo porque es mi forma de mirar el mundo: veo el mundo hecho de palabras; otros lo ven de colores, sonidos o movimiento­s. Yo lo veo de palabras, y eso es lo que me queda.

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