LA NACION

Todo ha cambiado en Nicaragua por la violencia

Calles y rutas bloqueadas reflejan el rechazo a Daniel Ortega tras casi dos meses de protestas y más de un centenar de muertos a manos de policías y paramilita­res

- Sergio Ramírez

Nicaragua es hoy un país distinto en muchos sentidos. Otro país. Quien lo vio antes del 18 de abril, cuando comenzaron las matanzas indiscrimi­nadas de jóvenes que protestaba­n contra el gobierno de Daniel Ortega, hoy no lo reconocerí­a. Pero tampoco lo reconoce, menos de dos meses después, quien estuvo para esos primeros días infernales, cuando empezó la cuenta de los muertos que sigue en ascenso.

Así me lo dice el periodista salvadoreñ­o Carlos Dada, quien fue testigo de aquella primera rebelión desarmada reprimida salvajemen­te en las calles de Managua y ha vuelto ahora, más de un mes después, y se aloja en el mismo hotel donde, si antes había algunos huéspedes, hoy él es el único, y la penumbra en la sala de estar ha crecido en medio de la soledad.

Para fines de abril, la Cid Gallup publicó una encuesta donde el 70 por ciento de la gente rechazaba la permanenci­a del matrimonio presidenci­al en el poder. Lo primero que la firma encuestado­ra reconocía es que ahora sí la gente se había expresado con libertad, diciendo lo que pensaba, sin miedo ni dobleces. Primer gran cambio a anotar.

Para entonces los asesinados eran 35; ahora que ya superan largamente el centenar, ese 70 por ciento de repudio debe haber seguido creciendo, sobre todo después del fatídico 30 de mayo, cuando la gigantesca e inolvidabl­e marcha en homenaje a las madres de los caídos, que congregó en Managua a cerca de medio millón de nicaragüen­ses, terminó en una despiadada masacre bajo el fuego de francotira­dores apostados en las alturas del estadio nacional de béisbol Denis Martínez.

Denis, el pitcher latinoamer­icano de grandes ligas con el récord de mayor número de juegos ganados, y dueño de la hazaña de haber lanzado un juego perfecto, protestó con firmeza porque el estadio que lleva su nombre fuera empleado para actos de violencia contra el pueblo que lo venera como un héroe nacional.

Luego, cuando las temibles camionetas Hilux de doble cabina, con sicarios cubiertos con pasamontañ­as que disparan sin piedad ni contemplac­iones, empezaron a multiplica­r sus recorridos por las calles, y crecieron los asaltos y saqueos, la vida nocturna empezó a apagarse y los restaurant­es y los bares, a cerrar sus puertas. Hoy hay un toque de queda voluntario después de las seis de la tarde.

¿Cómo ha seguido cambiando el país? En los barrios de Managua, para impedir el paso de las funestas Hilux, la gente levanta barricadas de adoquines o cualquier material a mano. Y las carreteras están cortadas por más de 80 barricadas que son el aviso de un verdadero paro nacional. Mientras en el diálogo nacional mediado por los obispos de la Iglesia Católica, ahora interrumpi­do, el gobierno no acepte negociar la democratiz­ación, que empieza por parar la violencia policial y de las fuerzas paramilita­res, y adelantar para una fecha inmediata las elecciones, sin Ortega ni su esposa de candidatos, con un nuevo tribunal electoral y con garantías internacio­nales, el paro nacional se va a seguir consolidan­do sin que nadie lo decrete.

Los bloqueos en las carreteras, que son la expresión más evidente de la protesta ciudadana, van paralizand­o al país. Los suministro­s básicos comienzan a escasear, hay regiones que se están quedando sin combustibl­e, y miles de furgones de carga, que atraviesan Nicaragua para ir de Guatemala a Panamá y viceversa, y a los distintos puertos marítimos, se han quedado entrampado­s en las carreteras. Las fronteras están cerradas. Y los bloqueos son un verdadero cerco alrededor de Managua.

Nada de esto era parte del panorama la primera vez que Carlos Dada llegó a Managua. Entonces, tampoco la ciudad de Masaya, cercana a la capital, era hoy lo que es: un bastión de la resistenci­a civil, taponada por todos sus costados con parapetos de compleja construcci­ón. Él logró entrar, y anduvo por las calles, cortadas a trechos en cada barrio por laberintos de barricadas, y donde la autoridad real, porque ahora la autoridad moral es lo que más pesa, la tiene el sacerdote Edwin Román, párroco de la iglesia de San Miguel. Mientras tanto, la fuerza policial se halla sitiada dentro de su cuartel, en el centro mismo de la población.

La ciudadanía desarmada controla ahora una ciudad entera donde la represión se ha ensañado no solo matando jóvenes, sino también incendiand­o, saqueando y asolando comercios de todo tamaño. El baluarte es el barrio indígena de Monimbó, como lo fue durante la insurrecci­ón que derrocó a Somoza. Un símbolo para todo el país, que dio paso a la consigna “¡Monimbó es Nicaragua!”. Mujeres, viejos, ayudan a resguardar las barricadas, mientras combatient­es curtidos de entonces, y sus hijos y nietos, las defienden con armas artesanale­s, principalm­ente morteros de pirotecnia, de los que se usan para alegrar las fiestas populares.

Gente siempre industrios­a, los masayas se declaran en fiesta desde que el calendario señala cada 30 de septiembre el día de su santo patrono, San Jerónimo doctor, teólogo convertido por el fervor popular en médico divino “que cura sin medicina”. Y entonces, hasta diciembre, resuenan las marimbas y salen a las calles los agüizotes, el torovenado, que es todo un carnaval, las cuadrillas de danzantes. Todo el mundo se disfraza en Masaya. Y nunca deja de estallar la pólvora.

Ahora, tras las barricadas, en lugar de pasamontañ­as, los combatient­es, que no tienen en sus manos una sola pistola ni un solo rifle de cacería, utilizan los disfraces de los feriantes. Uno de ellos lleva una gran cabeza de león, y otros, máscaras de conquistad­ores, de diablos.

Una ciudad tapiada hacia afuera, pero donde la vida ciudadana se hace con la normalidad que se puede. Un amigo me dice que sortea las barricadas para ir por el pan y los nacatamale­s del desayuno del domingo. Solo hay que cuidarse de los francotira­dores.

Lo único que no ha cambiado en Nicaragua es la esperanza por una vida nueva, y la fe en un país democrátic­o, justo y libre.

A fines de abril ya una encuesta mostró que el 70% de la gente rechazaba al matrimonio presidenci­al

Lo único que no cambió es la esperanza por una vida nueva

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