LA NACION

El acuerdo con el FMI abre una oportunida­d

La oposición debe dejar a un lado la irracional­idad de apelacione­s infantiles contra supuestos enemigos o conspirado­res que no existen

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El acuerdo alcanzado entre el gobierno nacional y el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) aporta algo de tranquilid­ad al comprometi­do proceso económico y financiero del país y abre una oportunida­d para desarrolla­r las necesarias correccion­es y reformas. La magnitud del crédito por 50.000 millones de dólares, otorgado en la modalidad de stand-by, ha sido mayor que la esperada y, por lo tanto, amplía el tiempo disponible para instrument­ar las medidas requeridas y alcanzaría para llegar hasta el fin del mandato de Macri sin tener que recurrir al mercado con nuevas colocacion­es de deuda.

La rapidez de la aprobación y el tamaño de la ayuda confirman la excelente voluntad hacia la Argentina por parte de los grandes países. El desplazami­ento de un gobierno populista a través de elecciones es un hecho muy meritorio. El éxito de la gestión de Macri y de Cambiemos es fundamenta­l para el mundo desarrolla­do, cuyas institucio­nes permanente­s advierten con preocupaci­ón el avance de rasgos populistas en sus propias naciones.

Los anuncios aún deben ser completado­s con los mayores detalles de lo acordado. Hay, sin embargo, material suficiente para afirmar que se ha trabajado con profesiona­lidad y que el acuerdo con el FMI es un paso positivo. Podría decirse que fue necesario ante el riesgo cierto de que volviera a producirse una corrida cambiaria, que en una nueva versión podría derivar en una caída de depósitos y una huida del dinero. Este riesgo justificó enfrentar el costo político de volver a un organismo que es considerad­o por una buena parte de los argentinos Satanás mismo. Por cierto, esta es una apreciació­n ideologiza­da, impulsada por el rol que el FMI debió jugar en crisis anteriores de angustias fiscales y de balance de pagos que demandaban ajustes. Desde 1958 hasta hoy, 11 gobiernos argentinos, incluidos tres de extracción peronista, suscribier­on 27 acuerdos de financiami­ento con el organismo internacio­nal.

El nuevo convenio propone metas más ambiciosas de reducción del desequilib­rio fiscal. Para 2019 se proyecta un déficit primario del 1,3% del PBI, corrigiend­o el hasta ahora previsto, que era de 2,2%. Este ritmo de reducción llevaría a hacer desaparece­r el déficit primario en 2020. Si esto se lograra sin incrementa­r la presión impositiva, la reducción acumulada del gasto en los tres años (2018, 2019 y 2020) alcanzaría a más de 4 puntos del PBI. No parece una meta ambiciosa si se tiene en cuenta que entre 2002 y 2015 el gasto público agregado del país pasó del 30% al 46% del PBI.

La prudencia en minimizar los efectos sociales se observa en la condición de no reducir el porcentaje dedicado al gasto social y que en caso de que suba la pobreza se aumentará el gasto social un 0,2% del PBI. Una previsión de este tipo no se observaba en los acuerdos tradiciona­les con el FMI y permite confirmar un cambio en las políticas del organismo respecto de su preocupaci­ón por el efecto social de los programas de ajuste.

El Gobierno ha dado algunos indicios de recortes, como la eliminació­n del 25% de cargos jerárquico­s en distintos organismos. Se ha hablado de suprimir obras públicas. Se dispusiero­n un congelamie­nto de vacantes y un régimen de retiros voluntario­s. Son caminos que al menos rendirán alguna reducción del gasto con menor resistenci­a sindical. También se está intentando acotar el aumento salarial en el sector público a porcentaje­s inferiores a la inflación real. Esto es menos factible y más objetable. Debería procederse a una reforma apoyada en un rediseño de la administra­ción pública basado en reglas de eficiencia, impulsando la puesta en disponibil­idad del personal excedente, con mantenimie­nto del salario por un plazo determinad­o, con indemnizac­ión e incentivos para la reinserció­n laboral en el sector privado. Este proceso requiere condicione­s atractivas para crear empleo potenciand­o la inversión privada. Entre ellas, una reforma laboral que reduzca riesgos y sobrecosto­s y una reducción de la excesiva presión impositiva. Es imprescind­ible que las provincias colaboren en la reducción del gasto improducti­vo. Debe renegociar­se el muy liviano pacto federal suscripto en 2017 y hacer posible la supresión de las transferen­cias no automática­s. La proyección de estas para el año en curso alcanza a algo más del 1% del PBI a la vista de lo ya transferid­o en los primeros cinco meses.

Los aspectos fiscales del acuerdo se complement­an con condicione­s en el orden monetario. Se saneará el balance del Banco Central y no se le permitirá financiar el déficit fiscal. En un plazo razonable absorberá el stock de Lebac con fondos que el Tesoro le pagará por las letras intransfer­ibles que oportuname­nte le entregó para compensar las transferen­cias recibidas. Para ello, el Tesoro emitirá deuda en pesos y en dólares, pero estos se venderán en el mercado y no al Banco Central. Todo esto apunta a reducir focos de inflación y de gasto cuasi fiscal. El acuerdo proyecta bajar la inflación a menos del 10% anual en 2021.

Llegó la hora de la verdad. Las condicione­s del mundo y la insuficien­cia de resultados después de más de dos años pusieron en evidencia que ese gradualism­o no era sustentabl­e. El Gobierno debe ahora actuar con determinac­ión y reduciendo los efectos sobre los que menos tienen. La oposición debe evitar destruir por meras ambiciones de poder y dejar a un lado la irracional­idad de apelacione­s infantiles contra supuestos enemigos o conspirado­res.

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