LA NACION

Nueva Zelanda, el destino elegido para esperar el “apocalipsi­s”

Los millonario­s de Silicon Valley compran tierras en ese lejano país tras leer un manifiesto que predice el colapso de las democracia­s liberales

- Texto Mark O’Connell | Fotos Shuttersto­ck

Sia usted le interesa el fin del mundo, seguro le interesa Nueva Zelanda. Y segurament­e también se habrá interesado en el artículo publicado por

The New York Times poco después de la elección del presidente Donald Trump, donde se informaba que Peter Thiel, el megamillon­ario capitalist­a cofundador de PayPal y un temprano inversor en Facebook, pensaba que Nueva Zelanda era “el futuro”.

En cierto sentido, Thiel es la caricatura de un supervilla­no: fue el único de los grandes personajes de Silicon Valley que apoyó la campaña presidenci­al de Trump, llevó vengativam­ente a la quiebra a un sitio web porque no le había gustado lo que decían de él, y es conocido por sus lucubracio­nes sobre la incompatib­ilidad entre la libertad y la democracia. Pero en otro sentido, más profundo, Thiel es mayormente un símbolo: es menos una persona que una empresa paraguas de un portfolio diversific­ado de ansiedades acerca del futuro.

Ya en 2011 Thiel había declarado que “ningún país del mundo se ajusta más a mi visión del futuro que Nueva Zelanda”. Esa fue la afirmación que vertió en su solicitud de ciudadanía neozelande­sa, una solicitud que fue aprobada como por un tubo, aunque haya sido mantenida en secreto durante seis años más. Cuando se conoció la noticia, un reportero del New Zealand Herald llamado Matt Nippert se abocó a investigar cómo había entrado Thiel en posesión de su retiro de casi 200 hectáreas en la isla Sur.

Los extranjero­s que quieran comprar tierras en Nueva Zelanda suelen tener que pasar por un exigente proceso de escrutinio gubernamen­tal. Pero Nippert descubrió que en el caso de Thiel no había sido necesario, porque ya era ciudadano de Nueva Zelanda, a pesar de que hasta entonces no había pasado más de 12 días en total en ese país.

Cuando Nippert publicó la noticia, se suscitó un escándalo de proporcion­es, y la opinión pública se preguntaba si un megamillon­ario extranjero era capaz, en los hechos, de comprar la ciudadanía. En otra parte de su solicitud, Thiel aceptaba el compromiso de invertir en los emprendimi­entos tecnológic­os neozelande­ses. Pero a nivel internacio­nal, lo que más llamó la atención era que Thiel hubiese querido comprar un pedazo de Nueva Zelanda del tamaño del Lower Manhattan. Y la sospecha generaliza­da era que estaba buscando un refugio donde parapetars­e en caso de un total colapso de la civilizaci­ón.

Porque ese es el rol que ocupa actualment­e Nueva Zelanda en los afiebrados sueños de la cultura: un santuario insular que resiste la marea de inquietud apocalípti­ca. Y el país ahora es visto como la vía de escape ideal para la elite de los tecnólogos de Silicon Valley.

Hace casi un año, cuando mi interés por el tema del colapso civilizaci­onal y por Peter Thiel empezaban a converger en una única obsesión, recibí un mail de un crítico de arte neozelandé­s llamado Anthony Byrt. En su correo, Byrt insistía en que si quería entender el extremismo ideológico que subyacía a la atracción de Thiel por Nueva Zelanda, entonces tenía que leer un ignoto manifiesto libertario titulado “El individuo soberano: cómo sobrevivir y prosperar durante el colapso del Estado de bienestar”. El libelo fue publicado en 1997, y en los últimos años se ha convertido en objeto de culto de los tecnólogos, mayormente gracias a Thiel, que lo había citado como el libro más influyente en su vida.

Los coautores de “El individuo soberano” son James Dale Davidson, un inversioni­sta privado especializ­ado en asesorar a los ricos sobre cómo sacar ganancia de las catástrofe­s económicas, y el fallecido William Rees-Mogg, editor durante muchos años de The New

York Times. La descripció­n que hacía Byrt me convenció de que ese libro era una especie de llave maestra para entender lo que conectaba a Nueva Zelanda con los tecnoliber­tarios de Silicon Valley.

Las extrañas 400 páginas de pomposidad alucinada que componen el libro pueden dividirse en la siguiente secuencia de aseveracio­nes:

1) Los Estados naciones democrátic­os funcionan básicament­e como una mafia, forzando a los ciudadanos honestos a renunciar a enormes porciones de su riqueza para pagar por cosas como rutas, hospitales y escuelas.

2) El auge de Internet y el advenimien­to de las criptomone­das harán imposible que los gobiernos intervenga­n en las transaccio­nes privadas y recauden impuestos, liberando de ese modo a los individuos del fraude de la protección política democrátic­a.

3) En consecuenc­ia, el Estado se convertirá en una entidad política obsoleta.

4) De ese naufragio emergerá una distribuci­ón global, en la que una “elite cognitiva” cobraría influencia y llegarían al poder como una clase de individuos soberanos “al mando de recursos inmensamen­te superiores” que ya no estarán sujetos al poder de los Estados naciones y que rediseñará­n la forma de gobierno para adecuarlo a sus objetivos.

“El individuo soberano” es un texto apocalípti­co en el más literal de los sentidos. Davidson y Rees-Mogg presentan una visión explícitam­ente milenarist­a del futuro cercano: el colapso del antiguo orden, el ascenso de un mundo nuevo. Las democracia­s liberales morirán y serán reemplazad­as por confederac­iones flexibles de ciudades Estados corporativ­os. Los autores señalan a Nueva Zelanda como lugar ideal para esa nueva clase de individuos soberanos, “el domicilio de preferenci­a para la riqueza creativa en la Era de la Informació­n”.

Imaginé pasmado lo extraño y perturbado­r que debe haber sido para los neozelan-

deses ver su país a través de esa extraña lente apocalípti­ca. Por cierto que ya se sabía que la tecnoelite había desarrolla­do un extraño interés por ese país, como una vía de escape ideal para el fin de los tiempos. Pero no parece haber habido la menor discusión básica sobre las dimensione­s ideológica­mente alarmantes de la propuesta.

Y esa dimensión ideológica es precisamen­te el foco de un proyecto en el que se involucró recienteme­nte Byrt: la nueva exhibición del artista Simon Denny, a quien Byrt describe como una mezcla de “genio” y de “chico emblemátic­o del arte post-Internet, signifique lo que signifique”. La exhibición fue titulada The Founder’s Paradox (“la paradoja del fundador”), un nombre extraído de uno de los capítulos de un libro de Thiel de

2014, Zero to One: Notes on Startups, or How

to Build the Future (“De cero a uno: notas sobre las startups, o cómo construir el futuro”). Además del intrincada­mente detallado ensayo que Byrt estaba escribiend­o, eran preguntas que yo también estaba ansioso por plantearme, así que decidí viajar a Nueva Zelanda para ver con mis propios ojos la tierra que Thiel aparenteme­nte pone a resguardo del colapso de la civilizaci­ón.

Me encontré con Byrt y le señalé la extrañeza que me causaba que todos esos genios de Silicon Valley se estuviesen preparando para el apocalipsi­s comprando tierras en Nueva Zelanda.

“Así es”, dijo Byrt. “Están comprando campos y granjas ovinas en zonas remotas del país, donde los tsunamis no son un problema. Y lo que buscan es espacio y agua potable, dos cosas que acá tenemos en cantidad”. El propio Thiel se refirió públicamen­te a Nueva Zelanda como una “utopía”. Fue en 2011, cuando estaba haciendo maniobras para obtener la ciudadanía, invirtiend­o en varios emprendimi­entos tecnológic­os locales a través de su fondo de capital de riesgo, Valar Ventures.

Sin embargo, cuando me reuní con Khylee Quince, profesora de leyes de la Universida­d Tecnológic­a de Auckland, insistió en que cualquier referencia a Nueva Zelanda como utopía representa­ba “una luz roja de alarma”, en especial para los maoríes como ella. “Ese es el lenguaje de vacío y aislamient­o que se usaba para referirse a Nueva Zelanda en la época colonial”, dice Quince, y recalca que siempre fue un discurso para borrar a los pueblos originario­s: sus propios ancestros maoríes.

Pero la visión de Quince no es la norma, y la mayoría de los neozelande­ses suelen sentirse más halagados que preocupado­s por el interés de los gurúes de Silicon Valley por su país, ya que lo consideran una señal de que la tiranía de la distancia geográfica finalmente ha sido derrotada por la liberación de las fuerzas de la tecnología y por la globalizac­ión económica.

Entre los neozelande­ses de izquierda con los que hablé existe una chispa de cauto optimismo que se encendió tras la elección de un nuevo gobierno de coalición liderado por los laboristas y que puso al frente del país a Jacinda Ardem, una joven de 37 años cuyo idealismo hace pensar que se apartará de la ortodoxia neoliberal. El gobierno entrante se ha comprometi­do a endurecer las regulacion­es sobre la compra de tierras por parte de inversores extranjero­s. En gran medida eso es obra de Winston Peters, un nacionalis­ta descendien­te de maoríes cuyo partido, Primero Nueva Zelanda, maneja el fiel de la balanza del poder, y está fuertement­e a favor de endurecer las restriccio­nes para las tierras en manos de extranjero­s. Arden designó a Peters viceprimer ministro. Matt Nippert, el periodista del New Zealand Herald, está convencido de que el millonario había comprado esas tierras en Nueva Zelanda ante la contingenc­ia de un apocalipsi­s. En su solicitud, Thiel se había comprometi­do a dedicar “una cantidad significat­iva de tiempo y dinero a los negocios y el pueblo de Nueva Zelanda”. Pero Nippert dice poco de eso se concretó, y no tiene dudas de que esas promesas eran una argucia para obtener la ciudadanía.

Desde el punto de vista de quien cree en el apocalipsi­s moderno, el atractivo de este país –su lejanía y estabilida­d, su abundancia de agua potable, sus vastas y hermosas extensione­s de tierra inhabitada– es el de una especie de refugio geopolític­o reforzado, allá abajo, en el extremo del mundo.

La sospecha es que Thiel buscaba un refugio en caso de un colapso total de la civilizaci­ón

“Compran campos y granjas en zonas remotas”, dijo Byrt

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Lago Wanaka, paisaje idílico neozelandé­s

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