LA NACION

Robar y dormir entre muertos: los chicos que esconde Corea del Norte

Uno de los llamados niños golondrina cuenta cómo pasó de una familia acomodada a la mendicidad

- Adrián Foncillas

SEÚL.– Mendigó, robó y durmió entre cadáveres en estaciones de trenes. Sungju Lee fue un kotjebe o chico golondrina, el fracaso más sangrante del gobierno pretendida­mente paternalis­ta de Corea del Norte. Su biografía, de 30 años, está instalada en el vértigo. Hoy acude al café de moda de Seúl con su inglés pulcro, anteojos de diseño y un flequillo medidament­e caótico.

Lee recibió las mejores cartas que se reparten en Corea del Norte. Su padre era un alto militar que servía a la dinastía Kim. En Pyongyang disfrutó de una casa de tres habitacion­es, ropa, comida y visitas semanales al parque de atraccione­s. El paradigma del paraíso socialista que clama la propaganda. Pero las vidas en Corea del Norte descarrila­n en cualquier momento. Su padre, ebrio en una reunión de colegas, exclamó que su país carecía de futuro y la familia fue expulsada a Gyeng-seong, una ciudad anodina del nordeste. Lee tenía 10 años.

“El tren estaba destartala­do. Cuando nos acercábamo­s a la ciudad vi por la ventanilla a muchos chicos mendigos. Yo estaba en estado de shock, pensaba que mi país era de los mejores del mundo. Le pregunté a mi padre qué era todo aquello y él me respondió que el 90% de la gente vivía así. Nuestra casa era diminuta y fría, no teníamos electricid­ad. Mi madre lloraba a la mañana siguiente porque no teníamos nada para comer”, relata.

El niño mimado de ciudad tuvo que lidiar con las asperezas rurales y compañeros de pupitre malnutrido­s. El director del colegio los sacó al patio y vieron a un hombre y una mujer atadas a sendos postes. Él había robado; ella había intentado huir a China. Condenados por alta traición, aclaró el director. Tres policías dispararon otras tantas balas sobre ellos. Lee estaba suficiente­mente cerca para ver sus cráneos reventados.

La situación en casa rozaba la desesperac­ión. Su padre le dijo que iba a China a buscar comida. No regresó. Meses después, su madre le dijo que iba a China a buscar comida. Tampoco regresó. Solo y abatido, enojado por la irresponsa­bilidad de ambos y con agua con sal como único alimento durante días, buscó la ayuda de un amigo huérfano.

“Era un carterista experto. Me llevó al mercado y me dijo: ‘Aquí está tu cocina, toma lo que quieras. ¿No quieres morir? Pues entonces roba’. Me di cuenta de que los huérfanos solitarios morían pronto de hambre o frío y que solo juntándono­s podríamos salir adelante. Formamos nuestra banda, éramos siete chicos de entre 12 y 13 años. Me eligieron jefe por mis conocimien­tos de taekwondo, pero la lucha en las calles no tenía nada que ver con lo que había aprendido en la academia. Perdí muchas veces, pero la confianza de mis amigos me hizo perseverar y ser más fuerte”.

Los huérfanos vagabundos son la cara opuesta de la versión oficial. Se los conoce como golondrina­s por su eterno deambular en busca de comida y refugio. La palabrakot­jebe está prohibida y el país niega su existencia. Estimacion­es independie­ntes hablan de 200.000 kotjebes. Las hambrunas de finales de los años 90, tras el colapso del bloque soviético, fueron una máquina de fabricar kotjebes. Es improbable encontrar un ecosistema más hostil para la superviven­cia de un niño vagabundo.

“El gobierno no los quiere vagabundea­ndo. Son una molestia porque roban en los mercados. Esos niños hambriento­s dan muy mala imagen al país”, corrobora Ho-Taeg Lee, director de la ONG The Refugee Plan.

La banda de Lee robaba por el día en el mercado hasta que eran reconocido­s y subían a un tren en marcha. En la nueva ciudad luchaban con las bandas locales por el territorio. Ganar o perder significab­a ser siervos o reyes. Lee perdió a un amigo en una pelea. Otro murió por la paliza del guardián de un depósito gubernamen­tal del que habían robado papas. Era invierno y ni siquiera pudieron cavar un hoyo, lo dejaron cubierto de piedras.

“En aquellos días había muchos cadáveres en las calles. Dormíamos en la estación de tren. Cada mañana llegaba un funcionari­o para comprobar quién estaba dormido y quién estaba muerto. Si había algún muerto, nos elegía para que lo lleváramos a algún lugar a cambio de pan. Todos esperábamo­s que al día siguiente hubiera más muertos para conseguir más pan”.

El refugio era peor que la calle. Muchos chicos morían de hambre, enfermedad­es o agotamient­o por el trabajo forzado. Lo llamaban la “tumba” y se esforzaban en escapar tan pronto podían. Sus días en la calle terminaron cuando su abuelo lo encontró en un mercado tras cuatro años de búsqueda. Una mañana recibió la visita de un hombre con una carta en la que su padre le pedía que se reuniera con él en Seúl y al día siguiente partió ayudado por las redes de traficante­s. Allí lo encontró y abrazó, aún confundido entre la alegría y el resentimie­nto. Lee trabaja hoy en una organizaci­ón que ha llevado a 300 norcoreano­s a Seúl y publicado su biografía Every falling star para encontrar a su madre. Aún conserva la esperanza.

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Adrián foncillas El régimen hace propaganda con sus orfanatos

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