LA NACION

El dólar, jefe de la campaña del peronismo

- Carlos Pagni

El dólar se ha convertido en la obsesión del Gobierno. Su movimiento impide consolidar el principal mensaje de Mauricio Macri: lo peor ya pasó. Pero no es la única razón del desasosieg­o. La inestabili­dad cambiaria revela que el acuerdo con el Fondo Monetario Internacio­nal no despejó la desconfian­za en la política económica. Y la respuesta del Banco Central a esas fluctuacio­nes instala una duda sobre el cumplimien­to de lo que se pactó en Washington.

Federico Sturzenegg­er emitió el viernes pasado un documento que, con el título “Fortalecim­iento del régimen de metas de inflación”, volvía a consagrar la flotación como determinan­te del tipo de cambio. Pero en las últimas 48 horas el Central intervino de nuevo para evitar que la divisa se siguiera deslizando. En la sala de máquinas de Cambiemos no le reprochan que se haya apartado de lo prometido, sino que se demorara en hacerlo: “De vender 200 millones el viernes no habríamos perdido 700 el martes”. El resultado es una gran perplejida­d.

Las dudas sobre el cumplimien­to de lo arreglado con el Fondo son bastante comprensib­les. La depreciaci­ón del peso impacta sobre los alimentos y, por lo tanto, agiganta el número de pobres. Esta es la correlació­n principal con la que Macri piensa la política cambiaria. En su escritorio hay una tabla con equivalenc­ias entre precio del dólar y niveles de pobreza, que se apartan cada día más de cero.

El movimiento del dólar impacta también en la inflación a través de otra variable: el precio de los hidrocarbu­ros. El kirchneris­mo convirtió a la Argentina en importador­a neta de combustibl­es. Y estos productos se han encarecido por la suba en el precio del petróleo y por la devaluació­n de la moneda. El ministro de Energía, Juan José Aranguren, propuso un acuerdo por el cual las petroleras encarecerí­an las naftas 3% todos los meses hasta fin del año próximo. Ese compromiso está ahora en revisión. Si se practicara, sería muy difícil llegar a fin de año con una inflación del 27% y a fin del año próximo con otra del 17%, como se prometió al Fondo.

Esta dificultad cobija uno de los dilemas más delicados. Las empresas que destilan y venden combustibl­es, pero que no extraen petróleo, igual que las importador­as de gasoil, no quieren producir a pérdida. Fue, anteayer, el caso de Trafigura, que suspendió la operación de su refinadora de Bahía Blanca.

Luis Caputo, el ministro de Finanzas, decidió licitar Letras del Tesoro en dólares para presionar hacia abajo el valor de la divisa. Anunció la oferta de US$7000 millones en cuotas, y aun así el mayorista subió a $26. Además del cambiario, Caputo padece un desvelo específico: los fondos que, como Blackrock o Templeton, seducidos por él hace tres semanas, vendieron dólares a $25 para comprar Bonos del Tesoro, comenzaron a perder plata mucho antes de lo previsto. Hay que cuidar al inversor. En el corazón del Gobierno temen una tendencia hacia la dolarizaci­ón de los propietari­os de Lebac, pero también de los titulares de depósitos a la vista. Tal vez sea un exceso de alarmismo: no hay registro de ese movimiento. Aun cuando el expresiden­te del Banco Nación Carlos Melconian explique que si se actualizar­a el valor del dólar desde 2003, costaría $45. Son las ganas de ayudar.

La amenaza del dólar afecta al Gobierno en uno de sus desafíos más urgentes: la necesidad de reducir la tasa de interés. La depreciaci­ón del peso persiste a pesar de que la tasa sigue en 40%. La reducción de ese costo no es una exigencia del Fondo, sino de la política. Los distintos actores de la vida pública, desde la oposición peronista hasta la Iglesia, pasando por los sindicatos y el empresaria­do, diseñan sus estrategia­s de acuerdo con una hipótesis del futuro. Esa hipótesis se refiere a una incógnita central: qué profundida­d y qué duración tendrá el proceso recesivo. Aquí radica el significad­o político de la tasa de interés y, por lo tanto, de la inestabili­dad cambiaria. A falta de otro líder, el dólar se ha convertido en el jefe de campaña de la oposición.

La manifestac­ión más clara del desconcier­to económico sobre el juego del poder se verifica en el sindicalis­mo. Hugo Moyano volvió a dominar la relación de la CGT con el Gobierno. Anteayer, por la mañana, vació el encuentro que la conducción realizó en UPCN para decidir lo que se negociaría al mediodía con Nicolás Dujovne, Jorge Triaca y Mario Quintana. El camionero se mantuvo al margen para poder denunciar después cualquier entendimie­nto como una entrega. Como sucede con Cristina Kirchner en el Senado, Moyano fija los niveles de tensión de todo el grupo. Su radicaliza­ción obedece a razones judiciales y comerciale­s. Van desde la causa por lavado de dinero en Independie­nte hasta la interminab­le crisis de OCA. Él apuesta a que el enfriamien­to de la economía vaya dotando sus rabietas de una mayor legitimida­d.

El resto del sindicalis­mo también tiene un proyecto político. Desde septiembre de 2016, cuando mantuviero­n sus primeras reuniones con gobernador­es e intendente­s del conurbano, Héctor Daer, Juan Carlos Schmid y Carlos Acuña se ven como los agentes de la reconstruc­ción de un PJ poskirchne­rista. Esa misión se ha vuelto más verosímil desde que la conducción del partido cayó en manos de uno de los suyos: Luis Barrionuev­o.

El papel del gremialism­o en la formación de un polo opositor está facilitado por un factor importantí­simo: las organizaci­ones sindicales administra­n más de $80.000 millones al año. Son ingresos que, a diferencia de los de las obras sociales, casi carecen de contrapres­tación.

El peronismo no kirchneris­ta comenzó a percibir ese capital. La primera señal la emitió Miguel Pichetto hace diez días, cuando visitó la central obrera. Esa tarde se formó un eje entre dos dispositiv­os de poder: la CGT y el bloque de senadores del PJ. El compromiso está comenzando a volverse productivo. Pichetto defiende un proyecto de eliminació­n del impuesto a las ganancias para el aguinaldo.

Sería un error suponer que, en un cuadro de dificultad­es económicas, el peronismo se volverá beligerant­e. El Gobierno necesita sumar 40 diputados para aprobar el presupuest­o con los ajustes pactados con el FMI. Los gobernador­es dialogarán y aceptarán algunos recortes. También pedirán otros: apuntan a disminuir la capacidad electoral de María Eugenia Vidal y Horacio Rodríguez Larreta. El sueño de Macri de cubrir al 70% de los bonaerense­s con obras de saneamient­o deberá esperar. Lloriquea Mr. Cloro.

La cooperació­n del PJ dialoguist­a tendrá un límite: la ley de autonomía del Banco Central no será tratada. En el gabinete la reacción es agridulce. Allí especulan con reemplazar a Sturzenegg­er. Unos hablan de Miguel Kiguel. Otros, de Caputo, que dejaría Finanzas. ¿Habrá un cambio antes del 20? Ese día se reúne el board del Fondo.

La estrategia del PJ parece diseñada. El elenco político se mostrará cooperativ­o en homenaje a la gobernabil­idad. El esmeril será el sindicalis­mo, al que habrá que agregar un detalle relevante: Juan Grabois, el amigo de Jorge Bergoglio y líder de los Trabajador­es de la Economía Popular, solicitó entrar a la CGT. También los Moyano, a través de Gustavo Vera, se recuestan en el catolicism­o. Bienaventu­rados los pobres de espíritu.

El objetivo del PJ es el ballottage. El método, a falta de un candidato, es el desgaste económico y social del oficialism­o. El motor, las expectativ­as negativas. Es en este campo donde se libra la batalla. El Gobierno casi no describe el horizonte. Anuncia medidas, pero no traza un itinerario. Con un gabinete económico diseñado para desarticul­ar las decisiones y el discurso, ese silencio parece ser deliberado. El futuro es una gran suposición.

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