LA NACION

La Chicago argentina.

La Rosario de Chicho Grande y Chicho Chico

- Texto Germán de los Santos

En el siglo XIX se había ganado ese mote por su similitud con la pujante ciudad norteameri­cana; pero en los años 30 la ciudad del sur santafesin­o se convirtió en la base de operacione­s de la mafia siciliana, que sobre la base de extorsione­s y de secuestros conmocionó a la sociedad argentina y marcó una época de violencia

En La balada de Al Capone, un ensayo emblemátic­o sobre la mafia y el capitalism­o de mediados de los años 60 (reeditado en 2009), Han Magnus Enzensberg­er reproduce una cita del famoso gánster de Chicago: “Solo soy un hombre de negocios, nada más”. El escritor alemán interpreta que, ante la ausencia de competidor­es, la figura del mafioso se configuró en el mito del siglo XX. Sugiere que lo que hizo ese “fantasma forjado por millones de mentes” fue dirigir con espíritu de alto ejecutivo un emporio que siguió la lógica de “la todopodero­sa ley de oferta y demanda” y que en el camino “se tomó trágicamen­te en serio la lucha contra la competenci­a”.

La prensa porteña en la década del 30 fue la encargada de reconfigur­ar el mote de la Chicago argentina, que había surgido para aludir a Rosario en el siglo XIX en una comparació­n positiva y poderosa con la ciudad norteameri­cana que establece el precio de los granos a nivel mundial. Rosario tenía puntos en común con esa ciudad por las pizarras de la Bolsa de Comercio que establecía­n los precios del trigo de la zona pampeana. Pero el mundo criminal de Rosario, en rigor, tenía más que ver con esa Sicilia semirrural y campechana donde la tradición familiar estaba por encima de todo.

En la Década Infame, aquel mote de la “Chicago argentina” empezó a usarse para comparar a los mafiososit­alianosque­dominabanR­osario con las organizaci­ones criminales que, bajo el mando de Johnny Torrio y Al Capone en el llamado Outfit de Chicago, hegemoniza­ron la violencia y la eliminació­n de la competenci­a a los tiros para quedarse con el negocio más redituable de aquella época, como la distribuci­ón ilegal de alcohol durante la prohibició­n de la “ley seca”.

“Nunca como hoy Rosario merece ser llamada la Chicago argentina: tiene sus bandas todopodero­sas, sus policías impotentes para destruirla­s y sus periodista­s heroicos y mártires”, publicó el 9 de octubre de 1932 el diario Crítica luego de que fue asesinado su correspons­al Silvio Alzogaray por orden de Juan Galiffi, conocido como Chicho Grande.

Él y Chicho Chico fueron los mafiosos más importante­s que operaron en Rosario en aquellos años. Inmigrante­s italianos que lograron trasladar a Rosario la concepción de la organizaci­ón mafiosa siciliana, que buscaba dinero a través de extorsione­s y secuestros extorsivos de personas ricas.

Rosario era un buen lugar para esconderse y atesorar el dinero “sucio”. Casi un siglo después, Los Monos y la guerra sangrienta entre bandas ligadas al narcotráfi­co actualizar­on las comparacio­nes imprecisas de esta ciudad con sitios emblemátic­os del crimen organizado, como Medellín. Y el propio poder político local volvió a defenderse y victimizar­se con el argumento de que la ciudad era “estigmatiz­ada”.

Francisco Marrone, conocido como Chicho Chico, no fue parte del lote de inmigrante­s que llegaron a Rosario para “romperse el lomo” y dejar atrás la dura Europa empobrecid­a. Llegó prófugo de la Justicia italiana y cargaba sobre sus espaldas un prontuario con dos crímenes. En la ciudad portuaria santafesin­a, a la vera del Paraná, el dinero circulaba a gran velocidad y la burguesía comercial –blanco perfecto para las extorsione­s de la mafia– comenzaba a hacerse sólida y más robusta.

Chicho Chico tenía una misión, según señala a la nacion el periodista y escritor Osvaldo Aguirre: destronar el liderazgo en la mafia local de Juan Galiffi, Chicho Grande, un hombre temible que había llegado a Santa Fe en el Centenario, en mayo de 1910, y se había afincado en la ciudad de Gálvez, a unos 130 kilómetros de Rosario, donde empezó desde abajo, con una fonda, hasta que, con el tiempo, se transformó en un hombre fuerte de la mafia rosarina.

Sus primeros antecedent­es policiales lo ubican como un asaltante hábil en las zonas rurales de San Cristóbal y Castellano­s, en el centro-oeste de Santa Fe. Galiffi había obtenido la ciudadanía argentina a través de contactos con el diputado provincial Héctor López, que luego se convertirí­a en ministro de Gobierno de Santa Fe.

Su enemigo, Marrone, era una especie de enviado de la “casa central” en Sicilia. Tras hacer pie en Rosario, Chicho Chico se rodeó de los engranajes más jóvenes del crimen local, una nueva generación que podía serle útil. Tras su llegada no usó su nombre original, manchado por un prontuario “pesado”: eligió el de Alí Ben Amar de Sharpe, nacido –según su versión trucada– en la ciudad de Constantin­a, en 1900. Todo falso.

Debía oscurecer su pasado, sobre todo cuando, en 1932, se casó en Rosario con María Esther Amato, joven de una familia bien ubicada socialment­e. Aguirre, que investigó la historia de la mafia rosarina y la plasmó en varios libros, recuerda que la familia Amato tenía relaciones aceitadas con el radicalism­o y las fuerzas de seguridad. “Su hermano Arturo era dirigente radical; otro hermano, Héctor, asesor jurídico de la policía; otro, Armando, oficial del Regimiento XI y secretario del jefe de policía”. Marrone logró meterse con destreza en ese entretejid­o político que le cuidaba las espaldas. La cobertura política y policial de la mafia era espesa.

Iba casi todas las tardes a las reuniones sociales del Jockey Club y se movía en autos lujosos con chofer. Vestía como un hombre de negocios y les insistía al resto de los italianos que lo rodeaban en que “había que vestir bien, tener buenos modales y dejar de parecer un ‘tano mafioso’, como parecen ustedes”, según confesó un miembro del clan. Un capítulo aparte lo protagoniz­ó la hija de Chicho Grande, Ágata Galiffi, que tuvo un romance con el enemigo de su padre y cuya biografía carga mitos y leyendas que rodean de aires románticos a la mafia local, a pesar de su crueldad y de la ilegalidad.

Marrone no solo logró insertarse en la sociedad rosarina, sino que también buscó rodearse de alfiles locales de la mafia para destronar a Chicho Grande. Uno de ellos fue Cayetano Pendino, a quien después ordenó matar.

La disputa por el desplazami­ento de Galiffi enrareció y dejó al descubiert­o que la guerra podía ser sangrienta y dejar sobre la superficie una forma de actuar.

Secuestros y extorsione­s

Este tipo de mafias de origen siciliano trajeron al país los métodos clásicos de extorsión, que se iniciaban cuando la víctima recibía una carta en la que se le exigía una suma de dinero. La firma de la esquela era una mano negra abierta: era el sello de la mafia. Si no se daban por enterados había un segundo mensaje con instruccio­nes sobre dónde dejar el dine-

ro. Si nada de eso prosperaba, el ultimátum era la vendetta.

Los secuestros fueron letales para esta organizaci­ón, sobre todo cuando decidieron romper el cerco de que las víctimas solo fueran miembros de la colectivid­ad. Los códigos se rompieron con el secuestro de Abel Ayerza, rotulado por la prensa como “el secuestro del siglo”. La política y la policía la pusieron en la mira por el perfil de la víctima: un joven de 24 años pertenecie­nte a una familia tradiciona­l de Buenos Aires, ligado a grupos nacionalis­tas y con amigos cercanos al poder.

“El asesinato de Ayerza, en 1933, después de ser secuestrad­o por un grupo de sicilianos que estaban radicados en Rosario, provocó una conmoción generaliza­da. En ese momento surgió una corriente de opinión muy fuerte que apuntaba a endurecer las leyes –introducie­ndo la pena de muerte– y a utilizar la ley de residencia para expulsar del país a los extranjero­s ‘indeseable­s’, una bolsa en la que se mezcló a mafiosos, proxenetas y militantes anarquista­s y socialista­s”, explicó Aguirre. –¿Cómo se combatió ese estilo de mafia italiana? ¿Fue reemplazad­a por otras organizaci­ones criminales más “criollas”? –La policía de la época era extremadam­ente violenta y corrupta. Recordemos que en los años 30 se sistematiz­ó el uso de la picana eléctrica en dependenci­as policiales y la aplicación de torturas se volvió rutinaria para presos comunes y políticos, a través de la Sección Especial de Represión del Comunismo. Por entonces se acuñó la expresión “Ley Fernández Bazán” para aludir a los presos asesinados en falsos intentos de fuga y al comisario Víctor Fernández Bazán. En la investigac­ión del secuestro de Ayerza, la policía porteña secuestró a Carmelo Vinti en Rosario, sin orden judicial, y lo llevó al Departamen­to Central de Policía, donde lo torturó hasta la muerte. La mafia siciliana desapareci­ó después de un último intento de armado a cargo de Ágata Galiffi en 1939, pero dejó dos contribuci­ones notables a la historia criminal: el secuestro extorsivo y el negocio de la protección.

La muerte y el final

Los secuestros y la sangre derramada fueron perjudicia­les para los negocios de la mafia. Por eso, Chicho Chico recibió una invitación de un ladero de su enemigo Galiffi –recluido en Buenos Aires y Montevideo para protegerse– para dialogar y sellar la paz. Era un engaño. En la casa de Chicho Grande (Pringles 1253) Marrone fue asesinado; su cuerpo, enterrado en una quinta situada entre Castelar e Ituzaingó.

La guerra la ganó Galiffi, pero su ocaso comenzó en 1933, cuando la Justicia Federal le anuló la ciudadanía argentina. Dos años después fue deportado a Italia, acusado de actividade­s mafiosas y del secuestro de Ayerza, que no había cometido. Al otro día de su salida del país, Ágata se casó con el abogado Rolando Gaspar Lucchini, que se convirtió en administra­dor de los bienes de la familia.

En 1939, Chicho Grande fue detenido en Milán por adulteraci­ón de documentos y falsificac­ión de dólares. Usaba un documento a nombre de Victorio Cassaro, siciliano radicado en Rosario. Murió en 1943 en un bombardeo en Milán contra el régimen de Benito Mussolini, quien –según el mito– era su amigo.

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La caída de Chicho Grande
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