LA NACION

El terror a perder los hijos crece en la frontera entre México y EE.UU.

Como forma de disuasión, los sin papeles son separados de los menores

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MCALLEN, Estados Unidos (AFP).– Edilberto García creyó que perdería para siempre a su hijo cuando los separaron en un centro de detención de inmigrante­s en Texas. No para de llorar: está aturdido por el terror de los últimos días y por el alivio que siente al haber recuperado a su hijo.

Edilberto y su hijo viajaron por tierra desde su país, Honduras, para que Kevin, de 17 años, pudiera cumplir su sueño de ser mecánico. Con el agua al pecho, cruzaron el río Grande, que separa México de Estados Unidos. Pero la patrulla fronteriza los detuvo el lunes de la semana pasada y los separó.

“Sentía que perdía a mi hijo”, dice este trabajador textil de 46 años. Kevin, a su lado, le sonríe y le da una palmada de consuelo. “No sé dónde lo recluyeron. Hasta a los chicos más pequeños los separaban de sus papás”, agrega.

Cuatro días después, ambos están juntos en un refugio católico de McAllen, una ciudad pobre, caliente y polvorient­a en el sudeste de Texas. Edilberto nunca entendió qué estaba pasando. Jamás escuchó hablar de la nueva política de “tolerancia cero” implementa­da por Donald Trump, debido a la cual casi 2000 menores fueron arrancados en el último mes y medio de sus padres inmigrante­s.

El fiscal general estadounid­ense Jeff Sessions implementó esa medida el mes pasado. La presentó como un disuasivo. “Hay una sola forma de evitar esto y es que la gente deje de contraband­ear chicos”, dijo el jueves último. El proceso, sin embargo, no es t an simple.

Manoj Govindaiah, abogado migratorio de Raaces, una ONG que defiende jurídicame­nte a los inmigrante­s, dice que esta nueva política es ilegal. “El gobierno se está llevando a los chicos [...] y los está reclasific­ando como ‘menores sin acompañant­e’ para transferir­los a los servicios sociales”, explica.

Los menores son llevados a alguno de los cien centros juveniles que tiene en el país la Oficina de Reasentami­ento de Refugiados.

Cerca de McAllen, en Brownsvill­e, un edificio que hasta hace poco funcionaba como una farmacia se encuentra desbordado por 1500 varones y el gobierno planea erigir campamento­s en bases militares en Texas para alojar más chicos extranjero­s. “Es aterrador, completame­nte aterrador”, añade el abogado.

Los García tuvieron dentro de todo suerte: un tribunal migratorio decidió derivar su caso al estado de Idaho, donde vive un primo de Edilberto. Por esa razón Kevin no fue enviado a un albergue de menores.

Voluntario­s del refugio Humanitari­an Respite Center, de McAllen, preparan las donaciones que recibirán los inmigrante­s que acaban de ser liberados. En un micro llegan 30 mexicanos y centroamer­icanos con sus hijos. Los bebés lloran. Los adultos tienen una expresión cansada y una tobillera con GPS. Son los que serán enviados a las casas de sus familiares en Estados Unidos.

La desinforma­ción y la incertidum­bre tiñen la vida de los inmigrante­s en la frontera entre México y Estados Unidos. “Yo creía que estaba firmando para atrás y resulta que me mandan para arriba”, dice Edilberto.

Los abogados y los activistas no tienen respuestas a mano para este y otros casos. “Las familias que obtienen un permiso y consiguen llegar hasta aquí alcanzan a reunirse con sus hijos. Pero la mayoría no vuelven con sus padres, no que sepamos”, dice la hermana Norma Pimentel, directora del refugio. “Es muy cruel utilizar el dolor de un niño para enviar un mensaje disuasivo. No está bien”, agrega.

El 31 de mayo, abogados y ONG liderados por la Texas Civil Rights Project pidieron a la Comisión Interameri­cana de Derechos Humanos de la OEA que sus Estados miembros tomen acciones contra esta práctica, a la que denominan lisa y llanamente “tortura”.

“El procesamie­nto judicial por entrada ilegal ha aumentado exponencia­lmente la separación familiar”, sostiene la abogada Sara Ramey.

“Llevarse a los chicos a la fuerza sin decirles a los padres dónde están o si están bien y no contarles a los chicos qué está pasando [...] es desaparici­ón forzada y es tortura”, argumenta la abogada Sara Ramey.

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