LA NACION

María Kodama: Islandia, Borges y Mick Jagger

- Pablo Plotkin LA NACION

En ocho décadas de vida, María Kodama no vio ningún partido de fútbol. Hasta hoy.

Estamos con la viuda y heredera de Borges en un petit restaurant­e de Palermo. El local está cerrado y la persiana metálica filtra los restos de la mañana mundialist­a. Tenemos delante un desayuno nórdico servido en honor al rival, con pan de semillas, huevos, pickles, leberwurst y café. Kodama lleva su peinado plateado con el aire de un personaje de animé. Durmió sus cinco horas de rigor y se somete amablement­e a nuestro experiment­o: mirar el debut de Argentina y conversar de cualquier otra cosa.

La conexión de Kodama con Islandia es tan profunda como la de Borges: en el origen de la relación está el estudio compartido del anglosajón y el islandés, y fue durante su primer viaje juntos a Islandia, en 1971, donde “se materializ­ó” el amor. La distancia que mantiene respecto del fútbol es tan grande como la de su difunto. Borges asistió a un único partido y le “bastó para siempre”, un Argentina-Uruguay que abandonó en el entretiemp­o, creyendo que había terminado. A Kodama, ver un partido de fútbol le llevó lo mismo que a Islandia jugar un Mundial.

Su experienci­a deportiva se limita a la infancia: natación y equitación. “Debe ser porque son deportes individual­es –dice–, en los que no hay que someterse a la disciplina de un equipo. Siem- pre fui muy libertaria”. Es hija de un matrimonio roto. Su padre era japonés, su madre de sangre suizo-alemana, española e inglesa. “Una mezcla muy complicada”, dice mientras Mascherano sale del fondo. “Mi padre era shintoísta, y mi abuela materna en cambio era Dios, Patria y Hogar. Como para mi abuela yo estaba condenada al infierno, opté por tomar los principios éticos de mi padre. Él me decía: ‘Sepa que hay 8 millones de dioses, y uno siempre va a protegerla’”.

Esa moral politeísta la lleva a su vínculo con Borges. En los comienzos de esa amistad asimétrica, la madre de Kodama interpelab­a a su hija adolescent­e: “¿Qué quiere ese hombre de vos? ¡Podría ser tu abuelo!”. María le decía “no, mamá, nada que ver”. Tiempo después, Borges le dijo: “¿Sabe cuándo me enamoré de usted? El día que discutimos sobre la traición”.

Mientras estudiaban anglosajón, Kodama le dijo a Borges que Europa había traicionad­o su esencia, que debería haberse quedado con el Panteón griego, con esos dioses que amaban y odiaban. “Eso era Occidente, y no el cristianis­mo y su primer mandamient­o: ‘No tendrás otro Dios más que a mí’”, recuerda Kodama mientras Messi encara sin suerte. “Ahí se produce la unión IglesiaEst­ado y tenemos las tiranías que tenemos. Y entonces Borges me dice: ‘Pues usted acaba de decirme, en contadas y precisas palabras, lo que Nietzsche necesita un volumen para explicar’. Yo, con 16 años, no tenía idea quién era Nietzsche. Pero mi madre tenía razón: ese hombre podía ser mi abuelo y se había enamorado de mí, aunque yo no lo supe hasta mucho después”.

Las camisetas blancas se acumulan en el área y Kodama habla del temple “viking” (como Borges, se niega a decir vikingo). Recuerda sus tres viajes en pareja a la isla, y su proyecto de hacer allí un laberinto. Recuerda cuando un sacerdote pagano los casó según el antiguo rito de Odín, junto a un lago profundo y helado, entre huesos de animales. Por esos años, Borges y Kodama tradujeron en colaboraci­ón el Gylfaginni­ng, del mítico poeta Snorri Sturluson. Dos versos en islandés de la Völsunga Saga se leen en la lápida de Borges en Ginebra: “Él tomó su espada, Gram, y colocó el metal desnudo entre los dos”. Es el epígrafe de “Ulrica”, un cuento inspirado en Kodama, y ella se lo devuelve en el reverso de su tumba, sobre una nave vikinga que mira al este. Para Kodama era el final de una historia que había empezado a sus diez años, cuando se topó con la primera línea de “Las ruinas circulares”: “Nadie lo vio desembarca­r en la unánime noche...”. “Si me obligaran a quemar todas las obras literarias del mundo excepto una, salvaría esa”, dice ella con el partido ya 1 a 1.

La custodia del legado es su misión irrenuncia­ble, y ese rigor de valkiria le valió oponentes. En el contacto directo, Kodama es una mujer afable y extrañamen­te juvenil a sus 81 años. Los goles nos pasan en silencio, y faltando un cuarto de hora me pregunta cuántos hombres juegan de cada lado. La charla deriva en su gusto por el rock (recuerda el encuentro entre Borges y Mick Jagger en un hotel en Madrid) y su vida social. Sale todas las noches, no cocina nunca y se alimenta a base de McPollo.

Para el público general prevalece “la Yakuza literaria, la Yoko Ono argentina”, como escribió Pola Oloixarac en 2015. Pero Kodama logró algo difícil: representa­r no solo los derechos jurídicos de Borges, sino también su peso simbólico. “No sé cómo hace, pero en cualquier parte del mundo ella entra y es como si entrara Borges”, dice alguien cercano. Es el ejército de una sola mujer vigilando a un tótem, y asegura que por sus antiguos enemigos siempre sintió “piedad y gratitud”. “Piedad porque no son capaces de amar –explica–, y gratitud porque me permitiero­n saber que dentro de mí hay un centro que no es mérito mío, sino que está hecho con el amor de mis padres, de mis amigos, de Borges, y que nada ni nadie lo puede mover”.

Pitazo final.

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