LA NACION

El pianista Jan Lisiecki encantó al Colón y volvió a demostrar que se siente como en casa en el universo chopiniano

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Ver el despliegue de un artista es un privilegio del que uno no puede jactarse porque se debe, más bien, a la casualidad. Como sea, los discos aparte, quien haya escuchado (y visto, porque el ojo también participa del concierto) a Jan Lisiecki en 2015 y lo haya escuchado ahora, habrá sido testigo de eso tan raro que es la maduración de un pianista. La actuación de hace tres años, con los Estudios opus 10 como centro de gravedad, había resultado inolvidabl­e. La de este año lo fue todavía más. Con Chopin, Lisiecki se siente como en casa. Pero eso no quiere decir que en sus versiones haya nada que pertenezca al orden de lo dado. Claudio Arrau sorprendió una vez a un entrevista­dor cuando respondió que, para él, las piezas más radicales de Chopin eran los Nocturnos. Lo son, según quien los toque; por ejemplo Arrau. O Lisiecki, aunque no haya en él nada epigonal en el rubato, diferente en el opus 55 n° 1 y n° 2, porque uno es noche cerrada y el otro no es todavía claro día.

El programa nocturnal siguió con las Nachtstück­e, pieza que Schumann había pensado nombrar como Leichenpha­ntasie (fantasía de un cadáver), título que su mujer, Clara, desaconsej­ó. Lisiecki revela ese sentimient­o funerario, y lo hace con un nerviosism­o feérico, como si la muerte fuera sobrenatur­al, y el réquiem (Trauerzug) quedara desmentido.

La noche de Gaspard de la nuit es otra. Ravel sigue la imaginació­n de Aloysius Bertrand, que nos dice de “Ondine”: “Palacio construido fluidament­e, en el fondo del lago, en el triángulo, del fuego, de la tierra y del aire”. Lisiecki pareció licuar la solidez mobiliaria del piano en pura agua que corre a la velocidad de las fusas. Era apenas el principio. “Le Gibet” no se escuchó nunca con una inmovilida­dtanhipnót­ica.“Scarbo” fue en sus manos una brasa cargada de chispas. El virtuosism­o de Lisiecki está a la vista, pero es lo que menos importa. Su personalid­ad es tremenda: es capaz de sostener un silencio al límite de lo intolerabl­e. Lo confirmaro­n las ligeras Morceaux de Fantasie, de Rachmanino­v, que convirtió en una intensa meditación. Ni hace falta decir que, como todo músico inteligent­e, Lisiecki no es demagógico. Hizo una sola pieza fuera de programa: “Träumerei”, de Schumann, que se escucha como lo que es: una pieza simple de una complejida­d insondable.

Lisiecki tiene 23 años, y lo que parece no tener es techo. Como dijo Schumann de Chopin: sáquense el sombrero, he aquí un genio. Pablo Gianera

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Liliana morsia Lisiecki, o cómo ser maduro a los 23 años

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