LA NACION

Una profunda enfermedad

- Sebastián Fest

NIZHNY NÓVGOROD.– No, no es el final aún, porque la selección está viva en cuanto a posibilida­des de continuar en el Mundial. Pero sí, es el final en otro sentido, porque esta selección está muerta: su técnico no tiene el respeto de sus jugadores, muchos de esos jugadores están agotados futbolísti­ca y mentalment­e y su capitán, el crack que deslumbra al mundo desde hace más de una década, es una gigantesca y desconcert­ante incógnita.

¿Qué sucedió para que todo, al final, saliera tan mal? No es en el fondo nada que pueda sorprender demasiado, la sucesión de disparates que viene encadenand­o la AFA con su selección debía, a la fuerza, terminar en algo así.

Pero llega el Mundial, la Argentina se pone esa camiseta celeste y blanca que tantos buenos recuerdos incluye, Lionel Messi se junta con el resto de sus compañeros y sucede lo lógico: la selección es una de las candidatas, uno de los pocos equipos que puede colgarse ese cartel. Lo que no se sabía aún, pero se comprobó anoche, es que la celeste y blanca vestía a la selección argentina, pero no a un equipo. Una cosa no implica necesariam­ente la otra.

Así, no era casual ni irracional que una sombría certeza erizara la piel antes del partido: muchos de los que estaban cerca de la selección sentían que las cosas no podían salir bien. Lo hacían saber, más con gestos y silencios que con palabras, en la mañana del día señalado en el propio hotel de Nizhny Nóvgorod en el que se alojaron los argentinos. Muchos de los que negaban con la cabeza eran campeones del mundo, otros, grandes ex jugadores. Por eso todos ellos aceptaron, más o menos resignados, la realidad cuando llegó en forma de negrísima confirmaci­ón. Fue en el minuto 52, con el impensado error de Wilfredo Caballero, pero podría haber sido en cualquier momento. El partido no se podía ganar. Estaba escrito. Y punto.

“No pude leer el partido como correspond­ía”, dijo Sampaoli en la noche rusa, en una frase que se le quedó corta. Lo que no supo leer Sampaoli es a la selección entera y a la oportunida­d histórica que tuvo. Perdido en su mar de palabras difíciles mal combinadas, el técnico que hizo un trabajo tan valioso en Chile a la estela de Marcelo Bielsa se abrumó ante la gran oportunida­d en su país y sucumbió a la presión. Y al final del todo lo peor resultó ser que ni siquiera fue él. Unas pocas cifras alcanzan para demostrarl­o. Dirigió a la selección por 13 partidos y presentó 13 formacione­s diferentes con 59 convocados. Así es imposible armar un equipo, así no hay línea de juego viable. Así, en definitiva, fue que nadie supo a qué jugaba la selección. Sobre todo sus propios integrante­s.

La atracción fatal de la celeste y blanca cegó a Sampaoli, que llegó a escribir un libro de título pretencios­o (“Mis latidos – apuntes sobre la cultura del fútbol”) antes de haber ganado nada con la selección. Se enamoró del cargo antes que de la función, algo que no sucedió en casos como los de César Luis Menotti, Carlos Bilardo, Vicente Del Bosque o Joachim Löw. Todos fueron campeones del mundo, todos escribiero­n sus libros después de ganar, no antes.

Es probable que a Sampaoli le haya pesado el desarraigo. Así como Oscar Martínez en “El ciudadano ilustre”, llegó al país y no sintió ser tratado al nivel de la figura que siente que es. Se lo hizo saber a un grupo de periodista­s brasileños tras el sorteo del Mundial celebrado en diciembre en Moscú: “Me quieren más en Brasil que en la Argentina. Tuve como diez ofertas de Brasil, cuatro del Flamengo”. Cuando los enviados brasileños le preguntaro­n si se tomaría en serio la posibilida­d de dirigir en Brasil, su respuesta se pasó de decibeles. “Me gustaría, sobre todo para recuperar la esencia del fútbol brasileño”. Ahí había una señal de cómo funciona Sampaoli: lo llamaban para dirigir a la Argentina, pero se permitía pensar que él podía ser el garante de las esencias del Brasil.

Sería de todos modos injusto, y eso hay que dejarlo claro, concentrar en Sampaoli las culpas del despropósi­to en que se convirtió la selección. No, el técnico es apenas el estadío final de una larga enfermedad. Se habla del 38-38 en la AFA y de las responsabi­lidades de Claudio “Chiqui” Tapia, pero conviene remontarse a una década atrás, cuando Julio Grondona, un hombre que había sabido cuidar y preservar a la selección, tiró a la basura un Mundial entregándo­le a Diego Maradona la dirección del equipo en Sudáfrica 2010. Y hay que mirar también mucho más allá de Sampaoli y los jugadores, del cada vez más indescifra­ble Messi y de la sequía de esos goleadores romperrede­s en Europa, de Tapia y de Grondona. Hay que mirar hacia adentro, a la mismísima base del fútbol, que son los hinchas. Y a un hincha se le suponen varias cosas. Una, que alguna vez habrá jugado al fútbol, si es que no lo sigue haciendo. Dos, que entiende entonces al menos medianamen­te lo que es ser un jugador. Daba vergüenza, en la noche rusa, ver como miles y miles de argentinos abucheaban a Caballero con cada pelota que tocaba tras aquel infausto despeje fallido. Hay algo profundame­nte enfermo ahí, una enfermedad que combina el ventajismo con la ley de la selva. Hay una clarísima falta de códigos, esos a los que los mismos que silbaban a un hombre hundido dicen ser tan afectos.

Anoten: 21 de junio de 2018. Un día para el olvido si no fuera que lo mejor es tenerlo bien presente. Así quizás se entienda de una vez por todas cómo es que llegamos hasta aquí.

Así, en definitiva, fue que nadie supo a qué jugaba la selección. Sobre todo, sus jugadores

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