LA NACION

sombras en el espejo de la ética.

Cuando las institucio­nes funcionan, no hay lugar para inventar boicots, atrinchera­rse tras los fueros o denunciar falsas persecucio­nes políticas

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Cuando las institucio­nes funcionan, no hay lugar para inventar boicots, atrinchera­rse tras los fueros o denunciar falsas persecucio­nes políticas.

La imagen que devuelve el espejo no es otra cosa que lo que tiene enfrente. Lo que puede ser una verdad de Perogrullo no lo es para la España de estos días ni para países donde, como en el nuestro, probableme­nte haya mucha gente que la mira con asombro y, por qué no, con cierta envidia.

En pocas semanas, la sociedad española ha pasado por varias crisis: desde la caída precipitad­a del presidente Mariano Rajoy hasta la expulsión del director técnico de su selecciona­do de fútbol cuando faltaban solo dos días para que jugara su primer partido en el Mundial de Rusia.

Detrás de los titulares periodísti­cos: “Cae Rajoy y gobierna el socialismo” y “Dos días antes de su debut, España se quedó sin su técnico, Julen Lopetegui”, está el porqué. La vida política española sufrió un vuelco profundo en menos de 15 días. Tras el fallo judicial que condenó a la agrupación de Rajoy, el Partido Popular (PP) por corrupción, poco margen le quedó a quien desde hacía largos años dirigía los destinos de ese país. Una moción de censura en el Parlamento se materializ­ó 24 horas después. Rajoy fue destituido y, en su lugar, asumió Pedro Sánchez, socialista, en alianza con Podemos y fuerzas independen­tistas. De un extremo del piolín político al otro. Rajoy escuchó la sentencia que lo alejaba del poder. Le estrechó la mano a su sucesor y, tras cartón, también renunció a su partido. “Es lo mejor para España y para el PP”, dijo. Una señal inequívoca de que, cuando las institucio­nes funcionan, sea en el nivel que fuere, las decisiones se toman, lejos de convertirs­e en tragedias, de desconocer los procesos, atrinchera­rse detrás de fueros, denunciar presuntos boicots o persecucio­nes políticas, o agitar inexistent­es intentonas de golpes.

Al director técnico Lopetegui lo echaron porque trascendió que había arreglado su futuro posmundial en el Real Madrid, aún antes de jugarse el Mundial. Al hombre le reconocen todo el derecho de asegurarse el porvenir, pero le critican con acierto y dureza la manera en que lo hizo. “Ganar es muy importante, pero hay cosas más importante­s aún, como las formas de trabajar. Por ello, pese a que es un entrenador reconocido, nos hemos visto obligados a tomar esta decisión”, explicó el titular de la Federación Española de Fútbol, Luis Rubiales, durante una conferenci­a de prensa. Obró mal, entonces, ¡afuera!

Un título de magíster trucho y dos potes de crema antiarruga­s robados de un supermerca­do en

2011, pero cuyo video se conoció hace poco, dieron por tierra con otra carrera política: la de la hasta entonces ascendente presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes. Es cierto que, en un principio, intentó desmentir lo indisimula­ble, pero la arenga en defensa propia le duró lo que la ciudadanía tardó en bajarle el pulgar. Cifuentes no solo renunció a la titularida­d de la Comunidad, sino que presentó su dimisión irrevocabl­e a la presidenci­a del PP de Madrid. Luego, renunció al último cargo que le quedaba: su banca de diputada regional en la Asamblea de la capital española. Y dejó la política.

Con posteriori­dad al caso Cifuentes, renunció el ministro de Cultura y Deporte de España, Máxim Huerta, quien duró en su cargo menos de una semana. La razón no hay que hallarla lejos de las que definieron el futuro de los casos anteriorme­nte citados. Había sido sancionado judicialme­nte el año pasado por impuestos no abonados al fisco, entre

2006 y 2008, cuando trabajó como presentado­r de televisión, pero declaraba a través de una sociedad para evadir pagando menos que si lo hubiera hecho como renta personal.

Huerta ha dicho que no debe nada al fisco y la investigac­ión sigue abierta, pero el descrédito lo ha llevado a dejar el cargo en el gobierno. Cuán extrañas suenan entre nosotros ese tipo de actitudes. Tanto por decisión del sospechado como por parte de quienes lo defienden, en nuestro país ni varios procesamie­ntos firmes suelen derivar en gestos honorables por parte de muchos funcionari­os largamente sospechado­s. Son escasísimo­s los apartamien­tos de la función pública mientras investiga la Justicia. La ética, para ponerse en práctica, no necesita de la sentencia de un juez.

Y llegamos al caso tal vez más potente: por primera vez en la historia de la España moderna, un pariente de un rey va preso para purgar una pena de cinco años y diez meses de cárcel por malversaci­ón, prevaricat­o, fraude a la administra­ción, delitos fiscales y tráfico de influencia­s. Iñaki Urdangarin, esposo de la infanta Cristina y, por ende, cuñado del rey Felipe VI, ya está tras las rejas. La infanta fue absuelta en lo penal, pero se la condenó en lo civil por haber lucrado de los delitos cometidos por su esposo. Debió pagar una multa y tanto ella como Urdangarin fueron apartados de toda actividad institucio­nal desde 2011, antes incluso de que se imputara al cuñado del rey. La frase de la ministra de Justicia de España, Dolores Delgado, resulta tan clara como contundent­e: “Aquí (en España) –sentenció–, la ley es igual para todos”.

Podrá decirse que no ha ocurrido lo mismo con el líder de los indignados en Podemos, Pablo Iglesias, y con su mujer, Irene Montero, quienes compraron una costosa mansión cuando el propio Iglesias había criticado a un ministro por haber gastado la misma cifra (600.000 euros) en una propiedad. El ruidoso seudodefen­sor de los pobres y desahuciad­os se vio envuelto rápidament­e en un escándalo, que hizo peligrar su cargo de diputado y hasta su propia vivienda. La pareja pretendió zanjar la revuelta con la decisión de poner sus respectivo­s cargos a disposició­n de la militancia para que ella decidiera. No fue precisamen­te un acto de arrojo. Cuando realmente se quiere y debe renunciar, la dimisión es indeclinab­le. En este ejemplo, no lo fue y la militancia los cobijó.

En todo caso, lo de Iglesias sería la excepción que confirma la regla en España. Al revés que entre nosotros, donde la regla es que un expresiden­te con doble condena firme siga siendo senador; donde otra exmandatar­ia también se ampara en sus fueros legislativ­os para no quedar a expensas de los varios magistrado­s que analizan graves denuncias en su contra; donde agrupacion­es de distinto pelaje reivindica­n la violencia como instrument­o para reclamar, escrachand­o a personas honestas y tildando de presos políticos a los comunes; donde los acusados obligan a jueces a ir a verlos donde se encuentran atrinchera­dos, y donde en los últimos 20 años apenas el 8% de las causas por corrupción llegó a juicio oral, según una auditoría sobre el trámite de cada uno de los expediente­s ingresados ente 1996 y 2016 en los 12 juzgados federales de Comodoro Py.

Si el espejo español refleja las luces de la ética, deberíamos preguntarn­os por qué el nuestro antepone las sombras. Más en profundida­d, deberíamos pensar cómo hacemos para solucionar tan delicada cuestión y para que la verdad de Perogrullo –esa que dice que el espejo refleja lo que tiene enfrente– no nos ofenda.

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