LA NACION

Aborto: hablar sin eufemismos

- Aída Kemelmajer de Carlucci y Eleonora Lamm

Cuando se dice que alguien construye una argumentac­ión desde lo falso, inevitable­mente se afirma que esa persona miente. Se ha sostenido que la defensa de la legalizaci­ón y despenaliz­ación del aborto está construida desde una falsedad y, con ese punto de partida, se intenta una supuesta posición conciliado­ra o superadora que, en realidad, no concilia, sino que conduce a buscar contradict­ores al texto aprobado por la Cámara de Diputados. Hay que hablar sin eufemismos: el argumento de la construcci­ón sobre lo falso implica retornar al preconcept­o de que las mujeres fabulan, mienten, que alguna vez, en nuestro país, hasta tuvo consagraci­ón legislativ­a: ¡piénsese que el artículo 990 del código de Vélez, aprobado en 1869, no permitía a las mujeres ser testigos en instrument­os públicos!

Por otro lado, sostener que no se quiere penalizar con la cárcel a las mujeres y, al mismo tiempo, oponerse a la legalizaci­ón del aborto sosteniend­o que el Estado no hará abortos es, como mínimo, ocultar la teoría sobre la que se construyen modernamen­te los derechos humanos. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos sostiene en forma reiterada que cuando el acceso al aborto no está penalizado, o sea, en los casos en los que es legal acceder a un aborto, el Estado tiene la obligación positiva de proporcion­ar las herramient­as para garantizar este acceso so pena de incurrir en responsabi­lidad internacio­nal, entre otras razones, por violar el principio de no discrimina­ción. Ese tribunal, al igual que nuestra Corte Interameri­cana de Derechos Humanos, reconoce que los derechos de las personas individual­es pueden ser vulnerados por restriccio­nes de facto, de hecho, si el Estado no establece las condicione­s ni provee los medios que permiten ejercerlo. Es lo que sucede, en nuestro país, respecto de las personas con capacidad de gestar sin recursos que, en la realidad, no tienen acceso a la salud pública.

No es exacto decir en términos absolutos que ninguna mujer ha ido a prisión por abortar. Belén es un claro ejemplo de que, pese a la buena doctrina constituci­onal recogida en un plenario que tiene más de

Se trata de asumir una política de salud pública en un contexto en el que los abortos se practican y la evidencia científica demuestra que la legalizaci­ón no aumenta el número, sino que los sustrae de la clandestin­idad

40 años (caso Natividad Frías), las mujeres pobres que terminan en hospitales públicos con nefastas consecuenc­ias de abortos inseguros son denunciada­s, lo que viola el deber de guardar secreto.

No se trata de seguir modelos extranjero­s, sino de cumplir lo que nos han recomendad­o y ordenado reiteradam­ente los organismos encargados de hacer efectivos los derechos humanos consagrado­s en instrument­os internacio­nales: terminar con la criminaliz­ación, por configurar claramente un supuesto de violencia de género, violatorio de derechos humanos.

Tampoco se trata de que el Estado se dedique a hacer abortos, sino de asumir una política de salud pública en un contexto en el que los abortos se practican y la evidencia científica demuestra que asumirlos por el Estado a través de la legalizaci­ón no aumenta el número, sino que los sustrae de la clandestin­idad.

¿Por qué es tan difícil entender que no basta con que el Estado brinde protección, vivienda, educación, atención médica y psicológic­a o facilite la adopción luego del parto a las mujeres con embarazos no intenciona­les? ¿Por qué está tan arraigada la errónea convicción de que las mujeres son un instrument­o de gestación, un medio para un fin? Ninguna persona debe ser tratada como un instrument­o, como un objeto.

En 1921, el legislador penal entendió que las mujeres no tenían por qué entregar su vida o su salud para dar la posibilida­d de que un feto se desarrolle; pueden hacerlo, si quieren, pero el Estado no se lo puede imponer, y mucho menos, a través del derecho penal. Ese legislador también consideró que si ese embarazo era el resultado de un acto violento, la persona gestante tiene derecho a interrumpi­rlo porque está en juego otro valor constituci­onal, que es la libertad. Los derechos humanos hoy nos imponen entender que la prohibició­n de instrument­alizar tampoco puede ser impuesta a una persona con capacidad de gestar que, en los primeros meses de gestación decide, autónomame­nte, no continuar con el embarazo.

Con un lenguaje no muy cuidadoso respecto de las personas con discapacid­ad, pero muy elocuente, un dicho criollo dice: “No hay peor ciego que el que no quiere ver”. Dibujar con palabras una solución que implica mantener el statu quo es no ver la realidad de mujeres discrimina­das en algo tan básico como es su derecho a la salud.

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