LA NACION

El Estado se devora a sus hijos bastardos

- Francisco Olivera

El lunes a la mañana, 48 horas después de enterarse de que Mauricio Macri había decidido echarlo, Juan José Aranguren fue a verlo a la Casa Rosada. Hablaron durante media hora, con una franqueza más propia de ingenieros que de políticos. El Presidente le insistió en lo que le había adelantado por teléfono el sábado, que su cabeza había rodado por pedido del ala política del Gobierno y sus aliados, y le preguntó en qué lugar de la administra­ción le parecía que podría seguir siendo útil. “En ninguno”, le contestó Aranguren, y explicó que se sentía más “un hombre de acción” que un asesor. “Lamento que haya tenido que hacer lo políticame­nte correcto y, en mi caso, no haber podido terminar la tarea”, agregó, buscando una empatía perdida: ambos pueden haber sintonizad­o alguna vez al dudar del gradualism­o, pero han quedado ahora en sitios muy distantes. Ya es muy tarde para el shock.

Aranguren cuidó las formalidad­es. Horas después, cuando Pablo Clusellas, secretario de Legal y Técnica, lo contactó para que redactara la renuncia, él le contestó por Whatsapp que una persona podía renunciar a un derecho, pero que un ministerio no era derecho de nadie, atribución que sí tenía en cambio el Presidente para designar y remover funcionari­os. Ayer, en el Boletín Oficial, solo se publicó la renuncia de Francisco Cabrera, el otro ministro desplazado; en el área energética, sin despedir a nadie, se consignó la designació­n de Javier Iguacel como jefe de la cartera.

Las atribucion­es de Aranguren habían empezado a apagarse en enero, cuando el presidente de la UCR, Alfredo Cornejo, firmó una carta en la que los radicales le objetaban la intención de vender la participac­ión de Enarsa en Transener. Ese cuestionam­iento partidario y específico no solo se extendió después a la Coalición Cívica con la política tarifaria en general, sino que envalenton­ó a la oposición para presentar y sancionar en mayo una ley que pretendía revocar los aumentos en gas y electricid­ad, y que Macri vetó al día siguiente. Fue el primer indicio de debilidad de una administra­ción que hasta entonces parecía encaminars­e sin obstáculos a la reelección.

Macri está golpeado. Quienes lo conocen dicen que habría querido mantener el plan original, pero que la tormenta financiera, la devaluació­n, la caída en el salario real y la necesidad de acordar con su propia coalición y el PJ lo han vuelto inviable: si hubiera que respetar todo lo pactado con las empresas, las facturas de gas deberían subir en octubre 80%, y las de electricid­ad, 50%. Difícil en pleno ajuste y en vísperas de un año electoral.

Para él es un dilema. ¿Debería enterrar su reelección en el altar de “lo que hay que hacer”, como dice la propaganda oficial, justo en el único sector que le ha reportado hasta ahora resultados tangibles? La Argentina, que viene de perder el autoabaste­cimiento energético en 2010, consiguió en febrero, por primera vez en 14 años, terminar con las restriccio­nes en generación eléctrica e incluso cubrir los picos de demanda sin importacio­nes. Según la última informació­n disponible del ENRE, ente regulador, los cortes de luz cayeron 42% entre los dos primeros veranos en que gobernó Macri y se siguieron atenuando hasta hoy. El informe semestral dice que Edesur bajó de 3,40 a 3,13 la cantidad de veces de corte por usuario entre el último semestre y el anterior, aunque subió de

14,19 a 14,60 las horas de duración de esas interrupci­ones; Edenor, en cambio, redujo ambas variables: de 4,51 a 4,25 la cantidad de veces por usuario y de 12,33 a 12,27 las horas de duración de cortes.

Todas esos números eran el doble en

2015. Hubo desde entonces una normalizac­ión generaliza­da significat­iva, fácilmente constatabl­e en los compromiso­s de inversión privada que la Argentina logró para los próximos cinco años: unos 13.000 millones de dólares en energía eléctrica y otros 15.000 millones en gas y petróleo. Brotes verdes genuinos.

En las empresas se preguntan ahora si el sendero podría volverse más escabroso. “La Argentina resucita el pánico a la inversión petrolera con el cambio de gabinete”, tituló anteayer un cable de la agencia Bloomberg en el que su autor, Jonathan Gilbert, hace un recorrido por ámbitos energético­s y financiero­s. “Claramente, la liberaliza­ción del mercado petrolero no funcionó”, dice allí Juan Manuel Vázquez, analista de mercados de crédito de Puente. El texto compendia los temores con un párrafo inquietant­e de un informe de Goldman Sachs: “La reintroduc­ción de controles de precios y el desplazami­ento de Aranguren han agregado un sentimient­o negativo hacia el sector petrolero de la Argentina e YPF”.

Son dudas que deberá despejar Iguacel, un ingeniero que viene de Pluspetrol y que ayer empezó a reunir a sus expares para conseguir algo que los petroleros creían superado: un acuerdo en el que todos cedan algo para salvar el programa general. La negociació­n no solo es compleja en sí misma, sino también por quienes tironean desde ambos lados: desde productore­s como los Bulgheroni, YPF o Paolo Rocca hasta transporti­stas y distribuid­oras de buena relación con la Casa Rosada. Solo las dos primeras cartas que llegaron la semana pasada al Enargas, ente regulador, con las dificultad­es para cumplir con lo pactado pondrían nervioso a cualquier funcionari­o de alma floja: están firmadas por la Distribuid­ora de Gas del Centro y la Distribuid­ora de Gas Cuyana, ambas del grupo Ecogas, de Sadesa, uno de cuyos accionista­s es Nicolás Caputo, íntimo amigo de Macri.

Iguacel contará de todos modos con algunas ventajas. Ese establishm­ent petrolero, que le tiene mayor simpatía personal que a Aranguren, sabe como ninguna otra industria cuál es el punto de la historia al que no quiere volver. El nuevo ministro, que compitió en su momento por la intendenci­a de Capitán Sarmiento, no parece además solo un técnico, algo que lo convierte en un buen test para quienes pretenden conciliar la política con la energía.

Es cierto que el camino recorrido fue más arduo de lo esperado y, hacia adelante, parece más largo. Reacia a ajustar su nivel de gasto y desprovist­a de cuadros técnicos, la Argentina deberá además volver a modalidade­s que Pro despreciab­a, como el arte de tratar con cada actor más allá de una regla general. Será una lección para CEO con vocación pública: Aranguren vendió sus acciones de Shell en momentos en que el petróleo estaba a un mal precio internacio­nal para dedicarse a la tarea de funcionari­o, que ahora abandona con no menos de siete denuncias en su contra por presuntas incompatib­ilidades. La política argentina es ingrata: suele cobijar solo a los de su propia estirpe.

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