al final, tampoco había ganas de jugar el Mundial
SOCHI.– La selección argentina se transforma en un caníbal que devora entrenadores y jugadores. Los atrae y deglute. Mayormente exitosos en los clubes, con la indumentaria nacional se deprecian, vulgarizan, la derrota se les termina pintando en el rostro más tarde o temprano. Un modelo autodestructivo al que no se le encuentra remedio.
Ni Martino pudo plasmar del todo el juego coral con el que se consagró en Newell’s ni Bauza implantó el orden y pragmatismo que lo llevaron la cima continental con San Lorenzo. Ahora es Sampaoli el que parece un remedo, un pariente lejano del entrenador que hace cuatro años era colmado de elogios en el Mundial de Brasil porque su Chile era un acorazado de pequeños y valientes jugadores, que se movían como una unidad compacta para defender y atacar. Fútbol moderno en su máxima expresión. Un equipo movido por un corazón gigante y una convicción a prueba de balas. Virtudes suficientes para provocar que España fuera el primer campeón mundial eliminado en la etapa de grupos y darle un susto mayúsculo a Brasil –Thiago Silva llorando en la definición por penales fue una evidencia de ese miedo– en los octavos de final.
¿Cómo puede ser que haya tenido ojo para encontrar en Medel a un pitbull defensivo, para saber combinar volantes de la talla de Aranguiz, Marcelo Díaz y Arturo Vidal, para convencer a Alexis Sánchez de que podía ser un delantero de elite internacional, y que en la Argentina haga de cada formación una ensalada indigesta, que ni nutre con resultados ni agrada al paladar por su sabor futbolístico?
Con menos material, en Chile hizo más. Con un catálogo superior, en la Argentina va de un zafarrancho a otro. Y no es una cuestión únicamente futbolística; en Chile también supo gestionar la crisis del accidente de tránsito que tuvo Vidal con su Ferrari en plena Copa América 2015. Mientras una parte importante de la ciudadanía chilena le pedía que lo excluyera, él lo mantuvo en el plantel y el equipo siguió su marcha al título. Al mando de la Argentina, cada conflicto repercute más como un disgregador del grupo que como un factor aglutinante en la adversidad.
Sampaoli da la peor imagen, la de un conductor desbordado por los acontecimientos, sin dictado en la cancha ni en el vestuario. Un intruso entre un grupo de jugadores desorientados y abúlicos. Al final, que no tuvieran ganas de visitar al Papa ni de ir a disputar el amistoso en Israel no era una estrategia para privilegiar la preparación. Era un estado de ánimo, una forma de estar, una desidia internalizada: no hay ganas ni de jugar el Mundial.