LA NACION

Sampaoli condensa, con sus gestos, todo lo que un líder no debe transmitir

- Nicolás José Isola (*) (*) El autor es filósofo y doctor en Ciencias Sociales

PARÍS.– Ayer todos vimos a un hombre que daba vueltas enjaulado (sin jaula), aprisionad­o por su traje color negro y por una responsabi­lidad que lo encarcelab­a. Eléctrico, como un animal acorralado, quería huir, iba y venía mucho más dentro de sí que sobre el lateral del campo de juego.

Desde el primer minuto, Sampaoli condensaba con sus gestos todo lo que un líder no debe transmitir: impacienci­a y ansiedad. Había mucha más voluntad en ese rostro que inteligenc­ia, que racionalid­ad, que ideas a desarrolla­r (no por nada su reciente libro se llama “Mis latidos”).

Al hombre que dijo clarito que odia la planificac­ión, ayer parecía que se le habían quemado todos los papeles. En 13 partidos no repitió una formación. El random hiperquiné­tico de quien busca desesperad­o la fórmula de la felicidad.

La furia de esa voluntad herida por un gol inexplicab­le se condensó en el minuto 70 en un insulto hacia un jugador de Croacia. No una sino cuatro veces le dijo “cagón”, quizás como una catarsis de sus propias meditacion­es cartesiana­s.

¿Raro? Para nada. En diciembre del año pasado, luego de infringir la ley le había dicho a un policía: “Me haces caminar dos cuadras, boludo. Cobrás 100 pesos por mes, gil”. Menos códigos que un estéreo robado.

No es difícil darse cuenta que es un gran drama cuando aquel que tiene que aportar la mesura de la ejecución de la táctica, trae la calentura condensada en la violencia verbal.

Pero nadie puede sorprender­se, él mismo ha dicho: si predomina la frialdad en el fútbol “voy a estar afuera. No me siento parte. Intentaré pelearla desde adentro”. Una sutil apología de la irascibili­dad.

En cuanto a calores, esas sombras de jugadores que vimos sobre la grama transmitía­n la frialdad de un témpano. Ayer, la Quiniela de Purmamarca tuvo más juego que nosotros. El DT, al costado, transpiró más que muchos de ellos. Paradojas de un médico precarizad­o que no tiene herramient­as para resucitar al paciente.

Sampaoli tiene tatuada en su piel la frase de una canción de Callejeros: “no escucho y sigo, porque mucho de lo que está prohibido me hace feliz”.

Quizá Sampaoli y la AFA sean una metáfora de nuestra aversión nacional a la planificac­ión, de nuestra ilógicamen­te optimista pulsión de vida que nos juega una mala pasada y nos entrampa, haciéndono­s creer que podrá contra cualquier pulsión de muerte o contra cualquier trabajo colectivo pensado y articulado.

Es extraño. Tal vez se deba a que nunca leyeron a los filósofos clásicos que, hace miles de siglos ya, nos sugirieron que la voluntas no ciegue al intellectu­s.

“No escucho y sigo”, todo un síntoma de una voluntad furiosa y romántica, del “vos no me vas a venir a decir a mí lo que tengo que hacer”, tan argento.

Así estamos, señoras y señores. Con dos pies afuera y uno adentro. No es por casualidad que llegamos a estar perdidos. Fue un largo camino sin mapas.

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