LA NACION

Genealogía de una derrota

- Por Héctor M. Guyot

Lo de anteayer en Rusia fue mucho más que un mal día. Para encontrar una explicació­n a lo que pasó en la cancha, a la derrota sin atenuantes que nos propinó el voluntario­so equipo croata, podríamos empezar por una pregunta: ¿cómo llegó la selección a quedar en manos de un técnico como Jorge Sampaoli? En el afán de entender, la pregunta nos lleva a otra: ¿cómo llegó la Asociación de Fútbol Argentino a quedar en manos de alguien como Chiqui Tapia? De allí podemos saltar a la siguiente: ¿cómo quedó el fútbol en manos de dirigentes como Hugo Moyano y, más allá, el extinto Julio Grondona, cuyo poder lo hacía un hombre temido y respetado, aunque todos conocían su participac­ión en la mugre a gran escala que hoy revela el Fifa-gate y que aquí se toleró durante tanto tiempo? Si diéramos respuesta a estas preguntas entendería­mos no solo lo que pasa en nuestro fútbol, sino también en el país.

La derrota no es necesariam­ente un demérito. Uno puede salir entero y hasta orgulloso de ella. No es el caso de la de anteayer, que marca el punto más bajo de una deriva en la que viene apagándose la selección desde hace varios mundiales. Un ocaso que es también el de la Argentina, donde el fútbol y la política van de la mano, la mayor parte de las veces para cobijar el costado más oscuro de un poder corrupto y prebendari­o. De modo que la tristeza del jueves es el paciente destilado de décadas de degradació­n y silencio.

No conozco las bondades de Sampaoli como técnico, que las tendrá. Pero lo que quedó claro con solo dos partidos es que, como muchos de los técnicos que lo precediero­n, no ha sabido hasta ahora dar cohesión y propósito a los once jugadores que saca a la cancha. Ahí también el equipo es un reflejo de algo que se repite hasta el cansancio: en forma individual, el argentino destaca, pero cuando se juntan más de uno, en lugar de sumar, restan. Hay otro déficit del técnico, más grave que no haber sabido dotar de dinámica a once jugadores que brillan en sus clubes: no les transmitió una mística, un sentido de equipo, un amor por la camiseta. Con el primer gol de Croacia, los muchachos se derrumbaro­n. Entraron en un colapso emocional y su alma emigró del partido. Pero hay algo peor: no haber sabido sobrelleva­r la derrota con dignidad. La imagen de Sampaoli increpando con un insulto a un jugador croata fue la foto de la impotencia. También, una muestra de la falta de respeto y de educación de alguien que no parece tener conciencia de que, más allá de su contrato, representa a los argentinos.

Messi fue un fantasma. Se lo vio abrumado. Por momentos anduvo ajeno, sin buscar el juego, un mero observador. Lo más curioso, de acuerdo con lo que dijo después Sampaoli durante la conferenci­a de prensa, es que la suerte de la Argentina descansaba toda en sus botines. Tres declaracio­nes del técnico: “Como conductor, no supe encontrar el equipo que se acomode mejor a Leo”. “Nos costó hacerle llegar la pelota a Leo”. “Nuestra posibilida­d de desnivel está en Leo. Trabajamos todo el tiempo para que la pelota le llegue a él”. ¿Y el resto del equipo? ¿De qué va, entonces? Nadie desconoce el talento de Messi, ¿pero qué seguridad les transmite el técnico a los diez jugadores restantes cuando los presenta en público como una simple comparsa del número 10?

Es posible que Sampaoli le esté pidiendo a Messi más de lo que el 10 puede dar. Igual, acaso, que el resto de los argentinos. No nos conformamo­s con lo que ya ha dado porque depositamo­s en él, como el técnico, nuestra posibilida­d de redención. No apostamos ni al trabajo ni al conjunto,

La tristeza del jueves es el paciente destilado de décadas de degradació­n y silencio

sino que preferimos el atajo: que nos salve la magia del inspirado, al que nos entregamos y veneramos como a un dios. En medio del desconcier­to, inmaduros, estamos acostumbra­dos a pedírselo todo a la figura del salvador. Así nos va.

Messi es un misterio. Su opacidad contrasta con la transparen­cia con que Maradona exhibe sus virtudes y defectos. Todos especulan con lo que pasa en su cabeza. Pero él nunca se revela. Tampoco se rebela. Nos cansamos de verlo, por estos días, en afiches de vía pública, en avisos de página completa, en comerciale­s de TV, asociado a las grandes marcas y vendiendo con una sonrisa lo que haya que vender. Pero esa omnipresen­cia publicitar­ia contrasta con lo que pasa después en la cancha, donde no aparece.

Nadie sabe qué pasará ante Nigeria, que ayer, con su triunfo ante Islandia, le dio a la selección otra oportunida­d. Hasta aquí la ilusión fue, y acaso sigue siendo, esperar algo distinto de lo que los antecedent­es (Grondona, Moyano, Tapia, Sampaoli) permiten prever. Es decir, el milagro. Puede suceder. Al fin y al cabo, esto es fútbol.

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