LA NACION

Otra forma de vencer el maltrato en la oficina

- Diana Wang

Inés, dedicada a su trabajo y al cuidado de su madre incapacita­da, tenía el empleo ideal. Dominaba varios idiomas, especialme­nte inglés y francés, elegante, refinada y de una inteligenc­ia aguda. En su cargo de secretaria de una importantí­sima multinacio­nal estaba como pez en el agua.

Luego de veinte años de desempeño, su prestigio no paró de crecer y fue designada para asistir de manera personal al CEO de la empresa. Creyó tocar el cielo con las manos, era el lugar soñado de cualquier secretaria ejecutiva y además su nuevo sueldo la liberaba de preocupaci­ones respecto del cuidado de su madre.

Pero pronto el sueño se convirtió en pesadilla.

Su jefe, católicame­nte casado y con cinco hijos, era un misógino machista, dueño y señor en las alturas de la torre vidriada en Puerto Madero. Disfrutaba maltratand­o a Inés. Primero, miradas despectiva­s; luego, comentario­s sarcástico­s, ironías burlonas, y ya al cabo de un mes, agresiones directas. Inés bajaba la mirada, contenía el aliento y corría a desahogars­e al baño.

Pero estalló el día en que la echó del despacho con gritos destemplad­os y mirada feroz: ese fue su límite. ¿Cómo terminar con esa tortura si necesitaba el dinero y no podía renunciar ni protestar? “Tiene que haber algún modo”, pensó.

Conocedora del mundo corporativ­o y sus personajes masculinos y basándose en las caracterís­ticas del jefe, diseñó y estructuró un plan que puso en acción el viernes siguiente a última hora.

Era el comienzo de la primavera, momento en que el atardecer tiñe de rosas y púrpuras el cielo porteño sobre el perfil de los edificios. Con el abrigo y la cartera en la mano fue al despacho del jefe. “Adelante”, dijo este al oír el suave toc-toc. Abrió la puerta, pero no entró, apoyada en el vano, esperó a que la mirara y entonces, casi susurrando, pero con firmeza, dijo: “Señor, me retiro. Nos vemos el lunes. Pero antes de irme quiero decirle algo que ya no me puedo guardar, algo que usted debe saber. Su conducta hacia mí, sus ironías, gritos e insultos tienen un poderoso efecto en mí: me encienden sexualment­e. Muchas veces debo correr al baño a desahogarm­e porque no me puedo aguantar y su recuerdo me quema en las entrañas. Es mi deber decírselo para agradecerl­e y que sepa cuánto bien me hace y cómo promueve mi placer más íntimo. Creo que me hace acordar a mi papá. Gracias y hasta el lunes”. Cerró la puerta y se fue.

Y ganó. El maltrato no pudo continuar. Como una eximia maestra de aikido, Inés volvió la fuerza del jefe contra él mismo. A partir de sus palabras insólitas, el macho sometedor que inferioriz­aba y sometía a su presa vio atadas sus manos. El “excitante” maltrato cotidiano que generaba ese escenario de erotismo y desenfreno no podía continuar. “¡Vade retro Satanás!”, gritaba la conciencia de este devoto feligrés de misa, hostia y confesión que contuvo a partir de entonces sus impulsos hostiles para así no contaminar­se con semejante pecado y desenfreno sexual y mantener vigente su visa de ingreso al paraíso.

Primero, miradas despectiva­s; luego, comentario­s sarcástico­s, ironías

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