LA NACION

Memorias de capataces, gringos y aparecidos en la estancia

- Roque Sanguineti

Cuando chicos, el capataz de “La Ramona” era Cabrera. Morrudo, retacón, algo achinado y de pelo grisáceo, medio ladino y no muy amigo del trabajo. Tenía un tajo en la cara y raras habilidade­s manuales y por eso los de la zona decían que era gitano o que había estado en la cárcel. Solía recibir las instruccio­nes de los patrones, mi padre y mi tío, con comentario­s medio irónicos, tenía problemas con algunos vecinos y matoneaba a Mónica, la vieja cocinera. En fin, una joya el hombre. Pero tenía algo muy a su favor y era que en las noches de verano se venía a la cocina de la estancia con su bandoneón y ahí nos daba un concierto a los chicos y a algunas mujeres de la casa. El pañuelito blanco, La loca de amor, la ranchera Mate Amargo y Hecho por

mí eran casi todo su repertorio, que repetía invariable­mente según nuestros alegres pedidos.

Entre otros conflictos, una vez se enemistó con los Brandi, unos robustos gringos chacareros que vivían camino al pueblo. Entonces los chicos, con la inconscien­cia de la edad, le mandamos una carta con faltas de ortografía en que los Brandi lo desafiaban a pelear y le decían “venite bien preparao y con el cuchillo bien afilao pa que la pelea sea parega” (sic). Por suerte la cosa, que pudo terminar muy mal, no pasó a mayores porque desde entonces el guapo dejó de ir al pueblo y la mandaba en sulky a su mujer, Dolores, mucho más vieja que él. Y felizmente, cuando los grandes se enteraron no nos delataron.

A Cabrera lo reemplazó Adrián, bajo, rubio, cincuentón y gran jinete, tanto que podía cabalgar parado en el recado. Al revés que el anterior era activo, respetuoso y vestía bien, con bombachas, botas, rastra, chambergo o gorra y pañuelo al cuello. Nosotros, ya adolescent­es o casi, lo teníamos por otro don Segundo Sombra. Y aunque no tocaba ningún instrument­o, en los atardecere­s nos reunía alrededor de un fogón que armaba, y cebando mates nos contaba historias de aparecidos que habían protagoniz­ado su padre o él mismo. Eso sí, era bastante agrandado y quisquillo­so. Lamentable­mente en un accidente perdió un ojo, y después decía que no le importaba tanto la pérdida del ojo como que en el pueblo lo iban a tratar de “tuerto de m…”.

El hombre de confianza de la casa era Mazzeo, un gordo bonachón, medio tartamudo y de cierta edad, todo un personaje, que vivía en el pueblo y llegaba al principio en sulky y después en una chatita azul. Controlaba al personal y llevaba las instruccio­nes. Un día, recorriend­o el campo en su chatita con mi tío, agachó la cabeza y se quedó muerto. El cuerpo lo depositaro­n en una galería de la casa, con gran congoja general. Poco tiempo después, el peón Fermín, hombre muy callado, se presentó a mi padre y le dijo que quería dejar el trabajo. No hubo forma de convencerl­o de quedarse. Pero le confesó al personal de la estancia que se iba porque lo había visto a Mazzeo caminando por la galería, y lo peor de todo: que aunque era pleno verano iba vestido con un sobretodo.

Confirmand­o así su condición de fantasma, y pasando a enriquecer los cuentos de aparecidos de Adrián.

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SEBASTIÁN PANI/LUGARES

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