LA NACION

confianza, el único antídoto.

De ahora en más, toda medida de gobierno en materia económica debe ponderarse con una vara inflexible: si aumenta o disminuye la confiabili­dad

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Toda medida de gobierno en materia económica debe ponderarse con una vara inflexible: si aumenta o disminuye la confiabili­dad.

Las fábulas suelen enseñar mejor que las cátedras, al tiempo de explicar asuntos humanos con ejemplos sencillos. contaba Lafontaine que la zorra, viendo que no podía alcanzar las uvas que tanto deseaba, optó por despreciar­las diciendo: “¡no están maduras!”.

Ocurre también con la confianza, atributo esencial de las relaciones interperso­nales, que permite predecir conductas futuras, crear expectativ­as razonables y hacer realidad las institucio­nes para beneficio de quienes hoy están y de quienes mañana vendrán.

Las institucio­nes son las reglas de juego adoptadas para el bien común, equilibran­do las demandas presentes con las necesidade­s futuras. Son las vigas maestras de la sociedad, para que unos puedan confiar en los otros y, entre todos, hacer del país un hogar común.

La confianza es una palabra desconocid­a y jamás pronunciad­a por el populismo, ya que, por definición, quienes buscan solo resultados de corto plazo privilegia­n la improvisac­ión sobre las institucio­nes. Para el populista, la confianza son uvas que nunca están maduras. al violentar las institucio­nes y eliminar un horizonte cierto, recluye el accionar colectivo al ámbito yermo de un presente conflictiv­o. Un día a día timoneado mediante aprietes, relatos, consignas y arbitrarie­dades.

como la zorra, el populismo menospreci­a la potencia creadora de la confianza, pues es incapaz de generarla.

En su ausencia, desaparece­n las inversione­s y los intelectua­les del aislamient­o promueven la doctrina de vivir con lo nuestro. La argentina tiene décadas de formular políticas de desarrollo asumiendo, como premisa, que en nuestro país nunca habrá ingreso de capitales con fines productivo­s en forma natural, basado en la confianza. al adoptar como cierta esa falsa hipótesis, hemos vivido décadas de profecía autocumpli­da.

Ya fueran gobiernos democrátic­os o militares, todos han diseñado modelos de laboratori­o o recetas culinarias para volar levantándo­se de los talones, ignorando que, sin harina no se puede hacer un pan. Hemos vivido imaginando que la economía puede crecer sin inversione­s genuinas, mediante artilugios crediticio­s, fiscales o regulatori­os que solo han servido para redistribu­ir ingresos y crear fortunas a base de favores políticos.

Estas deformacio­nes del “ser nacional” ya tienen varias capas geológicas y por ello son tan difíciles de cambiar. En 1970, la junta militar de la llamada Revolución argentina, definió 160 “políticas nacionales” cubriendo todos los quehaceres de la vida, desde la familia numerosa, la mortalidad infantil hasta los metales no ferrosos y los motores de combustión interna. Una suerte de Libro de Arena borgiano, sin ninguna de sus virtudes. Tres años después, cuando se vitoreaba “cámpora al gobierno, Perón al poder”, el congreso nacional sancionó la ley de defensa del trabajo y la producción nacional, que parecía inspirada en aquel decreto de los comandante­s en jefe.

En reemplazo de las inversione­s, se han aplicado mecanismos de gran costo fiscal o distorsivo, pues no hay forma de dar a unos sin sacar a otros. Olvidando una regla de oro: cuando falta confianza, hay fuga de capitales. Y los fondos que, con enorme esfuerzo fueron sustraídos a la educación, la salud o la vivienda, se desviaron hacia destinos inconfesab­les: los argentinos somos pícaros y respondemo­s con prontitud al incentivo perverso que genera la desconfian­za.

Han habido diferimien­tos impositivo­s, desgravaci­ones, exenciones, créditos blandos, avales de tesorería, pagos de anticipos, líneas de prefinanci­ación, aportes de capital estatal y cuanto instrument­o sustitutiv­o de la inversión genuina pudo imaginar un contador avezado para un cliente prebendari­o y algún funcionari­o sobornable.

nada de eso sirvió: el ahorro de los argentinos está invertido en el exterior, el sistema bancario sigue siendo pequeño y el mercado de capitales, casi inexistent­e. Desde aquel distante 1970 hemos sacado 13 ceros al peso “moneda nacional” y, en 2001, hicimos el “default” más grande de la historia mundial. Desde 1975, hemos tenido ocho graves crisis financiera­s, como el “Rodrigazo”, el fin de la “tablita cambiaria”, la licuación de pasivos, el estallido del Plan austral, las dos hiperinfla­ciones, el plan Bonex y las más profunda, el abandono de la convertibi­lidad.

Pasaron 17 años y aún carecemos de moneda. El lamentable debate cotidiano se circunscri­be a la cotización del dólar, el stock de Lebac y el acuerdo con el FMI. El mismo tiempo que tomó a alemania Occidental reconstrui­rse después de la guerra y convertirs­e en una potencia mundial. También allí hubo un debate entre “shock” y gradualism­o con los mismos argumentos que se escuchan hoy en la argentina. Fue Ludwig Erhard quien optó por actuar de inmediato, provocando el famoso “milagro alemán”. Eso sí, contaba con la vívida tragedia bélica, la voluntad del pueblo germano y el liderazgo de un estadista, Konrad adenauer.

Es imperioso revertir esa tendencia ya secular y privilegia­r el equilibrio fiscal como derrotero que permita disipar riesgos devaluator­ios, golpes inflaciona­rios y confiscaci­ones imprevisib­les. Solo así ingresarán capitales de largo plazo.

aunque resulte casi tedioso, es indispensa­ble repetir que, sin inversione­s, no hay ningún esfuerzo promociona­l que sea viable. El impulso a las pymes exportador­as requiere que sus dueños inviertan tiempo y dinero en desarrolla­r mercados, renovar equipamien­to y recomponer su capital de trabajo. Lo mismo ocurre con cualquier intento de reconversi­ón industrial para insertarse en el mundo, con mayor competitiv­idad. Sin capitales, los decretos son palabras huecas y los anuncios, solo buenas intencione­s.

La demanda social por mayor gasto público, vinculado a nuevos derechos y mejores condicione­s de vida, tanto en infraestru­ctura como en servicios educativos, de salud, saneamient­o, vivienda y otros más complejos, destinados a grupos con necesidade­s especiales, exige que el sector privado tenga las espaldas cada día más anchas para dar empleo, pagar mejores sueldos y tributar más impuestos a partir de mejoras de productivi­dad.

El Gobierno desechó una política de shock “a la Erhard” para revertir las expectativ­as y alentar el ingreso de capitales. Es posible que su percepción haya sido correcta, pues no cuenta con el capital político indispensa­ble para lograrlo. Optó en cambio, por un sendero gradual que, por no tener garantizad­o un final exitoso, también demoró el flujo inversor, por temor al regreso del kirchneris­mo.

El gradualism­o estuvo expuesto a dos grandes riesgos: la ausencia de sensación de penuria por parte de muchos funcionari­os, entusiasma­dos por disponer de recursos como si el déficit no existiera y la fragilidad del proyecto ante la volatilida­d de los mercados, las jugadas de la oposición y el cansancio de la población.

La idea originaria del equipo económico implicaba reducir el déficit fiscal en forma indolora, mediante su lenta licuación frente a un crecimient­o sostenido, impulsado por un plan de obras públicas y el apoyo externo. Esta idea ha quedado herida como resultado de la reciente crisis cambiaria y la necesidad de recurrir al Fondo Monetario internacio­nal.

Los tiempos se han acelerado y el Gobierno necesita nivelar la economía con medidas más ortodoxas que el simple paso del tiempo. Para superar el corto plazo y neutraliza­r la recesión en ciernes es necesario un acuerdo con la oposición para cumplir con las nuevas metas acordadas con el FMI. Estas implican reducir el déficit primario al 1,3% del PBI en 2019 y lograr el equilibrio el año siguiente.

Pero el populismo descree del ajuste como camino hacia el logro de inversione­s y generación de empleo, prefiriend­o incrementa­r subsidios e impulsar el consumo interno con su tradiciona­l arsenal dirigista.

Ya se han escuchado propuestas alternativ­as de políticas “inteligent­es”, discrecion­ales y selectivas para favorecer a algunos en desmedro de otros, como si la suma algebraica de promocione­s sectoriale­s pudiese crear riqueza de la nada. Ya se vio el impacto devastador que tuvo el impuesto sobre la renta financiera tan pronto subió la tasa de interés en los Estados Unidos.

El único antídoto contra un ajuste recesivo es un plan consistent­e y realizable, con razonable apoyo político para generar la indispensa­ble credibilid­ad, hasta ahora remisa. De esa forma, el ingreso de capitales podrá compensar, mediante nuevos empleos y expansión productiva, los justos reclamos que puedan surgir del inmenso universo que se cobija bajo el ala confortabl­e, aunque raquítica, del Estado argentino.

De ahora en más, toda medida de gobierno en materia económica debe ponderarse con una vara inflexible: si aumenta o disminuye la confianza. El Gobierno, que está tironeado por su propio frente interno y por la necesidad de hacer concesione­s a gobernador­es y a la oposición, deberá preservar ese objetivo a toda costa, evitando deslizarse hacia la casuística populista. Ha logrado un acuerdo excepciona­l con el FMI y la difícil declaració­n de mercado emergente para la argentina a pesar de los recientes traspiés.

Las uvas están a su alcance y no debe enredarse en la prédica fútil de la zorra que solo pretende ocultar su impotencia mediante el fracaso de los demás.

El único antídoto contra un ajuste recesivo es un plan realizable, con razonable apoyo político para generar la indispensa­ble credibilid­ad, hasta ahora remisa Es imperioso privilegia­r el equilibrio fiscal como derrotero que permita disipar riesgos devaluator­ios, golpes inflaciona­rios y confiscaci­ones imprevisib­les. Solo así ingresarán capitales de largo plazo

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